—¿Y si no aceptamos? —preguntó Julián.
—Entonces veremos qué opinan los jueces —respondí, mostrando la carpeta que llevaba conmigo.
No hubo más discusión.
Se marcharon en silencio.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, la casa estuvo en paz. Caminé por el pasillo donde tantas veces mis abuelos me habían abrazado, aconsejado, consolado. Me senté en el porche, en la misma silla donde todo había empezado, y respiré hondo.
No había ganado dinero. Había ganado libertad.
Había ganado mi vida.
Y esta vez… no pensaba dejar que nadie más la reclamara.