Hace un año, mi vida cambió para siempre …

Hace un año, mi vida cambió para siempre. Recuerdo ese día como si fuera ayer: el cielo estaba gris, y el aire parecía más pesado de lo normal. Mi madre, la persona más importante en mi vida, se fue para siempre, dejándome sola en un mundo que, de repente, se volvió desconocido y aterrador. Tenía solo dieciocho años, una edad en la que muchos jóvenes apenas empiezan a descubrir quiénes son, y yo, en cambio, me encontraba enfrentando la pérdida más grande de mi existencia.En sus últimos días, mi madre me hizo una petición que jamás imaginé que tendría que cumplir. No era una promesa sencilla, ni algo que pudiera ignorar sin sentirme culpable el resto de mi vida. Me pidió que no desalojara a Rick, su ex pareja. Aunque ya no estaban juntos, ella insistía en que él había estado allí para ayudarnos cuando más lo necesitábamos. Decía que, pese a sus defectos y errores, Rick había sido una especie de apoyo para las dos, especialmente en los momentos más duros de su enfermedad. “Dale tiempo para que se recupere”, me pidió con voz débil pero decidida. “No tiene a nadie más”. Acepté, porque ¿cómo negarle el último deseo a una madre moribunda?

Así fue como, por respeto a su voluntad, permití que Rick siguiera viviendo en nuestra casa. No fue fácil. Al principio, intenté ser paciente, recordando las palabras de mi madre cada vez que sentía la tentación de pedirle que se marchara. La casa, que antes era un refugio lleno de risas y calidez, se volvió silenciosa y fría. Rick pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación, saliendo solo para comer o fumar en el patio. Nuestra relación era distante, casi como la de dos desconocidos obligados a compartir el mismo techo.

Durante ese año, traté de reconstruir mi vida. Me inscribí en clases preparatorias para la universidad, con la esperanza de que los estudios me ayudaran a llenar el vacío que había dejado la ausencia de mi madre. Pasaba largas horas en la biblioteca, leyendo y estudiando, buscando en los libros una respuesta al dolor que sentía. Sin embargo, cada vez que volvía a casa, la realidad me golpeaba de nuevo: la soledad, la tristeza, y esa extraña convivencia con Rick.

Un mes antes de que todo cambiara, decidí quedarme en la ciudad para asistir a un curso intensivo. Quería prepararme bien para los exámenes de ingreso a la universidad, así que empaqué algunas cosas y me fui, pensando que ese tiempo lejos de casa me ayudaría a aclarar mis ideas. No imaginaba que, al regresar, encontraría mi vida patas arriba.

El día que volví, estaba agotada pero emocionada. Extrañaba mi cama, mi cuarto, el aroma del jardín que mi madre cuidaba con tanto esmero. Al abrir la puerta, algo me hizo detenerme en seco. Había maletas junto a la entrada. Al principio, pensé que tal vez Rick se había decidido finalmente a marcharse, o que algún familiar lejano venía de visita. Pero al mirar con más atención, reconocí mis propias pertenencias: mi ropa, mis libros, incluso algunos objetos personales que guardaba con cariño. Todo estaba empacado.

El corazón me latió con fuerza. Avancé por el pasillo, tratando de entender lo que sucedía. Fue entonces cuando la vi: una mujer desconocida, tirada en el sofá, usando la bata favorita de mi madre. Me miró con una sonrisa de suficiencia, como si disfrutara del desconcierto que reflejaba mi rostro.

— Oh, tú debes de ser la niña que Rick dejó atrás —dijo con tono burlón. Su voz era aguda, cargada de desprecio—. ¡BASTA! ¡ES HORA DE QUE MADURES Y TE VAYAS! Un abogado llegará en una hora para explicártelo todo.

Por un momento, sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mil pensamientos cruzaron mi mente: ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacía en mi casa? ¿Por qué estaban mis cosas empacadas? Pero, sobre todo, ¿cómo podía alguien tener tanta crueldad?

Apreté los puños, luchando contra la rabia que amenazaba con desbordarse. Sabía que si perdía el control, solo empeoraría las cosas. Así que respiré hondo y respondí con la voz más fría que pude reunir:

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