El profesor habló con suavidad:
—Usted ha cuidado, sin quererlo, un tesoro para el país. De no ser por usted, este fragmento ya se habría corroído bajo las olas. Queremos llevarlo al museo, para que las generaciones futuras lo vean y recuerden los sacrificios del pasado.
Don Pedro permaneció pensativo largo rato. Aquella barra había sido parte de su vida diaria, pero entendió que no era un objeto cualquiera: era memoria, sangre y lágrimas de quienes habían caído en el mar.
Finalmente, asintió:
—Si en verdad tiene ese valor, entréguenlo al museo. Solo espero que, al verlo, la gente recuerde que este mar no solo da pescado, sino que también guarda las almas de los que ya no volvieron.
Cuando la comitiva se fue con la barra cuidadosamente envuelta, el patio de don Pedro quedó vacío. Sintió un hueco en el corazón, como si hubiera despedido a un viejo amigo. Pero al mismo tiempo, lo llenaba un orgullo silencioso: había contribuido a conservar la memoria de su país.
Aquella noche, sentado en el portal, escuchando el golpeteo de las olas, murmuró:
—Compañeros caídos, no conozco sus nombres, pero ese hierro guardó su recuerdo conmigo durante treinta años. Ahora contará su historia al mundo entero.
Una lágrima rodó por su rostro curtido. El mar seguía rompiendo como siempre, pero en el corazón de don Pedro cada ola traía consigo el eco de la historia y de aquellos hombres que nunca regresaron.
Y comprendió que, a veces, lo que parece un simple desecho puede contener una memoria insustituible para todo un pueblo.