Hace treinta años, un hombre encontró una barra de hierro en la costa y la usó como tendedero; hoy un profesor llegó hasta su casa y, al revelar la verdad, lo dejó en silencio absoluto.

Hace treinta años, en una sofocante mañana de verano, don Pedro —un humilde pescador de una aldea costera de México— salió a la playa en busca de leña seca para cocinar. Las olas arrastraban trozos de madera podrida, botellas y chatarra. Entre todo aquel desorden, sus ojos se fijaron en una barra de hierro larga y pesada, con un extremo curvado, como si hubiera soportado un calor extremo.

La levantó, sacudió la arena y pensó: “Esto no vale nada, ni para venderlo, mejor lo uso de soporte para tender las redes.”

Desde aquel día, la barra permaneció en el patio de su casa, sosteniendo las redes empapadas con olor a mar. Año tras año se volvió parte del paisaje, tan familiar como las paredes de su humilde vivienda. Sus hijos crecieron viéndola como un pedazo de fierro viejo y sin importancia.

La vida del pescador siempre fue dura; jamás imaginó que aquel objeto tuviera algún valor. Para él, lo más preciado eran las lanchas cargadas de pescado y la paz de su familia en su pequeña casa.

El tiempo pasó rápido como las olas del mar. Treinta años después, don Pedro ya tenía más de sesenta años. Su cabello era más blanco que negro y caminaba lentamente. Un día, un grupo de personas llegó al pueblo. Entre ellos destacaba un hombre de mediana edad, con gafas y aspecto académico. Se presentó como el profesor Ramírez, arqueólogo de una universidad importante.

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