Hace treinta años, en una sofocante mañana de verano, don Pedro —un humilde pescador de una aldea costera de México— salió a la playa en busca de leña seca para cocinar. Las olas arrastraban trozos de madera podrida, botellas y chatarra. Entre todo aquel desorden, sus ojos se fijaron en una barra de hierro larga y pesada, con un extremo curvado, como si hubiera soportado un calor extremo.

La levantó, sacudió la arena y pensó: “Esto no vale nada, ni para venderlo, mejor lo uso de soporte para tender las redes.”
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