“Fui su criada durante 10 años, pero el día que mi sangre salvó la vida de su hija, finalmente me preguntaron mi nombre”.

Comenzaron a mirarme con miedo.

Un martes por la mañana, encontré a la señora Miranda husmeando mis cosas en el cuartito del fondo donde dormía.

—¿Busca algo? —pregunté.

Ella se sobresaltó.

—Perdón… solo quería saber más de ti. No tenemos ni una foto tuya. No sabemos nada.

—Han tenido 10 años para preguntar.

Ella se sonrojó. Balbuceó una excusa.

Pero algo no encajaba.

Esa misma noche, revisé mis propias cosas.

Y ahí estaba: la caja de madera con el crucifijo de mi madre faltaba.

Ese crucifijo era lo único que traje conmigo cuando llegué del sur. Me lo dio la mujer que decía ser mi madre antes de morir… y me susurró: “Algún día, esto te abrirá una verdad que te mereces.”

Esa noche no dormí.

Y al día siguiente, hice lo que debía: fui a la parroquia donde me habían dejado de niña. El sacerdote que me recibió, ya viejo, me miró como si viera un fantasma.

—Tú eres la niña… la de la pulsera de oro. La que desapareció.

—¿Qué pulsera?

Él se levantó, fue a un cajón viejo… y me mostró una pulsera de bebé, con un nombre grabado: “Alma V. Miranda”

Me quedé helada.

—Pero esa es la hija de mis patrones —dije.

—No. Ella fue adoptada. Tú eras la verdadera hija de los Miranda. La que robaron hace 25 años.

Mi mundo tembló.

¿Yo? ¿Hija de los Miranda? ¿Y entonces… quién soy realmente? ¿Y por qué me robaron?

La sangre que salvó a su “hija”… era la prueba de que yo era su verdadera hija biológica.

Y la pregunta ahora no era si ellos sabían la verdad… sino:

¿Por qué la escondieron todos estos años?

Leave a Comment