Por alguna razón, Raquel sintió que podía confiar en ese hombre tan tranquilo, con su mirada de una persona inteligente. Raquel lo invitó a pasar al salón y trajo una bandeja de té y galletas.
—No creo que pueda ofrecerle mucho más, así que, si no tiene prisa —dijo extendiéndole una taza al invitado—. Pero, hablando en serio, ¿qué ha pasado?
Al policía, que se presentó como Faustino, no se le olvidó el objetivo de su visita.
—Ayer me enteré de que mi esposo vivía con otra mujer y que tenía un hijo. El niño se enfermó y me llamaron para que lo mirara —respondió Raquel automáticamente.
—¿Y usted…? —Faustino dejó su pregunta sin terminar.
—¿Y yo qué? —la mujer sonrió con tristeza—. Le di una receta sin demostrarles el impacto que me había causado el hecho de que mi marido, que supuestamente se había ido a un viaje de negocios, resultó estar en la casa de mi paciente. Luego vino aquí, como loco, para explicarme lo todo. Pero, ¿acaso hay algo que explicar? Le dije que, a partir de ahora, era libre de hacer lo que quisiera. Luego tuve ese ataque de nervios… y al final vino usted.
—Vaya, la entiendo perfectamente. Yo mismo tuve que pasar por algo parecido —dijo Faustino, moviendo la cabeza pensativo.
Raquel escuchó a su nuevo conocido con interés y compasión. Faustino estuvo criando a un hijo sin sospechar que su esposa lo había concebido con otro hombre. La verdad salió a la luz cuando al niño le hizo falta sangre para una cirugía: Faustino estaba listo para ofrecer la suya, pero las pruebas mostraron que él y su hijo no coincidían en ningún aspecto.
Al final, su mujer admitió que el padre era otro hombre. Faustino se divorció de ella, y ella tomó al niño y se fue a otra ciudad. Desde entonces, no supo nada más de ellos. Durante los últimos tres años, el policía llevaba la vida de un hombre divorciado, aunque aquello apenas le importaba.