El Despertar de Isabella
Esa tarde, me atreví a entrar de nuevo en la habitación prohibida.
Isabella estaba de nuevo en su cama. Esta vez, me acerqué con un nuevo propósito.
—Mira lo que traigo —le susurré.
Saqué las canicas de colores. Las dejé rodar despacio sobre la sábana blanca. El rojo, el azul y el verde rodaron hasta detenerse cerca de su mano.
Por primera vez, Isabella hizo un esfuerzo consciente. Vi la tensión en su brazo derecho. Sus dedos, finos y pálidos, intentaron agarrar la canica azul. No pudo. El brazo se le cayó lacio.
El fracaso hizo que un sollozo ahogado escapara de su garganta. No era un llanto de miedo; era un llanto de frustración.
—No, mi amor, no llores —dije, agarrando la canica y poniéndola con sumo cuidado en la palma de su mano.
Con el dedo, acaricié el dorso de su mano, haciéndole sentir la presión, estimulando los nervios que la terapia de su padre había pagado para despertar.
—Tú puedes. Eres fuerte. Tu papá te quiere ver bien.
Mencioné a Fernando Montenegro sin saber realmente si era verdad, solo para darle una motivación. Pero en ese instante, el gesto de Isabella fue inconfundible. Su pequeño rostro, que siempre parecía de porcelana, se contorsionó en una mueca de dolor. No era físico; era emocional.