El corazón me latía en el cuello. Me pegué al marco de una ventana del pasillo, fingiendo limpiar un cristal que ya estaba inmaculado. Abajo, Doña Elvira mascullaba algo sobre la hora. El sonido de su taconeo subiendo la escalera era como un tambor de guerra acercándose. Si me encontraba en el segundo piso, cerca de “la habitación”, mi trabajo se acabaría ahí, y mis esperanzas de una vida mejor para mí y mi hija, Camila, se desvanecerían con el polvo.
Elvira pasó junto a mí sin siquiera mirarme, su silueta rígida y autoritaria. Abrió la puerta de su propio cuarto de descanso. El peligro había pasado por un momento, pero la adrenalina me había dejado temblando.
Me llamo Ana. Mi vida había sido una cadena de trabajos mal pagados en la periferia de Monterrey, luchando por darle a Camila, mi pequeña, una vida digna. Trabajar en la mansión Montenegro no era solo un sueldo; era la promesa de estabilidad. Pero la estabilidad venía con un precio: la ceguera y el silencio.
Esa tarde, me fui a casa con una nueva imagen grabada en la mente: la pequeña Isabella, la hija del poderoso Fernando Montenegro, sentada sola en su cama, con la mirada de cristal, y ese pequeño parpadeo que me había dado la bienvenida a su mundo silenciado. Era una niña invisible para su propia familia, una vergüenza que ocultar tras el lujo.
El llanto ahogado, la puerta prohibida, la crueldad del aislamiento; todo me gritaba que no podía seguir las reglas de Elvira. La voz de mi conciencia, esa terquedad de madre que te obliga a proteger a los más débiles, me empujaba a volver.