Estaba sentada en la sala de espera del médico cuando sonó mi teléfono. Era Ángela, mi única hija. Su voz sonaba extraña, casi fría, cuando dijo: —Mamá, vamos a viajar mañana a Europa. Tu casa de la playa y tu carro ya los vendí.

No sé, hija. Los asuntos de propiedades son muy complicados. El problema es que ahora los bancos me están persiguiendo a mí por las deudas de él. Dicen que como estábamos casados, yo también soy responsable. Y encima esta carta de desalojo. Mamá, no sé qué hacer. No tengo dinero, no tengo trabajo, no tengo donde vivir.
Se puso a llorar. Lágrimas reales de desesperación genuina. Y por un momento mi corazón de madre se ablandó. Quise abrazarla, consolarla, decirle que todo iba a estar bien, pero después recordé la frialdad en su voz cuando me llamó desde el médico, la facilidad con la que me había descartado, la manera en que me había hablado como si fuera una carga.
¿Hablaste con algún abogado sobre la carta? No tengo dinero para un abogado, mamá. Gastamos todo el dinero en Europa. Eduardo se llevó lo poco que quedaba cuando se fue con esa mujer. ¿Y qué vas a hacer? No lo sé. Pensé que tal vez tal vez podría quedarme contigo por un tiempo, solo hasta que encuentre trabajo y pueda conseguir un lugar pequeño para vivir.
Ahí estaba la pregunta que yo había estado esperando. Después de echarme de mi propia casa, después de vender mis cosas, después de tratarme como basura, ahora quería que la rescatara. Quería que la viuda pobre que ella había creado la salvara de las consecuencias de sus propias acciones.
Por supuesto, hija, esta siempre será tu casa. Ángela me miró con sorpresa, como si no hubiera esperado que fuera tan fácil. De verdad, mamá, después de todo lo que pasó. Eres mi hija, Ángela. Eso no va a cambiar nunca. Se levantó y esta vez sí me abrazó. Fue un abrazo desesperado de alguien que se está ahogando y se aferra a lo único que encuentra.

Yo la abracé también, pero no con el amor incondicional de antes. Ahora había cálculo en mi abrazo. Estrategia. Gracias, mamá. Te prometo que voy a encontrar trabajo pronto. No voy a hacer una carga. No te preocupes por eso ahora. Descansa, recupérate y después vemos qué opciones tienes.
Ángela se fue esa tarde para buscar algunas cosas en su departamento. Yo me quedé en la cocina pensando en lo fácil que había sido. Ella había venido a mí exactamente como yo había planeado, quebrada, desesperada, sin opciones. Y lo mejor de todo era que no sospechaba nada. Para ella, yo seguía siendo la madre pobre y abandonada que necesitaba su compasión. Pero esta era solo la primera parte de mi plan.

Tenerla viviendo conmigo me daría la oportunidad perfecta para la siguiente fase. Iba a dejar que se instalara, que se sintiera segura, que creyera que había encontrado refugio en mi casa y después, cuando menos lo esperara, le iba a enseñar la diferencia entre ser pobre por elección y ser pobre por consecuencia.
Esa noche llamé a Jorge. Jorge, necesito que hagas algo más por mí. Dígame, señora Antonia, quiero que investigues las deudas de Eduardo. Quiero saber exactamente cuánto debe, a quién y qué opciones legales tengo para separarlas de mi hija. Eso va a tomar tiempo, pero es factible. Perfecto. Y Jorge, quiero que mantengas esto en absoluto secreto.
Nadie puede saber que estoy detrás de esta investigación. Por supuesto, señora Antonia, ¿puedo preguntarle cuál es su plan final? Mi plan, Jorge, es muy simple. Voy a salvar a mi hija, pero primero ella tiene que entender qué significa realmente tocar fondo. Cuando colgué, me serví una copa del vino que Roberto guardaba para ocasiones especiales.
Hacía mucho tiempo que no tenía una ocasión tan especial como esta. La partida había comenzado y por primera vez en meses yo tenía todas las cartas buenas en mi mano. Ángela se mudó a mi casa al día siguiente. Llegó con dos maletas y una caja de cartón, todo lo que le quedaba de su vida anterior.

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