Estaba sentada en la sala de espera del médico cuando sonó mi teléfono. Era Ángela, mi única hija. Su voz sonaba extraña, casi fría, cuando dijo: —Mamá, vamos a viajar mañana a Europa. Tu casa de la playa y tu carro ya los vendí.

Después de colgar, me senté en la cocina con mi café y pensé en Ángela. Llevaba tres semanas en Europa y no había sabido nada de ella, ni una llamada, ni un mensaje, ni siquiera una postal. Para ella, yo había dejado de existir en el momento en que obtuvo el dinero que necesitaba.
Pero yo sabía que eso iba a cambiar pronto. Decidí visitar la casa de la playa. Tomé el autobús hacia la costa, el mismo recorrido que Roberto y yo habíamos hecho cientos de veces. La casa estaba exactamente como la recordaba, pequeña, pintada de color crema, con una terraza que daba al mar. Los nuevos propietarios habían puesto algunas plantas en macetas, pero aparte de eso, todo estaba igual.

Me senté en la acera de enfrente y la miré durante una hora. Recordé las tardes de verano cuando Ángela era pequeña, corriendo en la playa construyendo castillos de arena. Roberto asando pescado en la parrilla mientras yo preparaba ensaladas en la cocina. Ángela trayendo amigos, después novios, después a Eduardo.
Todos esos momentos felices que ella había reducido a una simple transacción comercial. Un señor mayor salió de la casa y me vio sentada allí. Se acercó con curiosidad. ¿Está usted bien, señora? Sí, gracias. Solo estoy recordando. Conocía a los antiguos propietarios. Sí, los conocía muy bien. Qué lástima lo que pasó. Nos dijeron que la señora mayor estaba muy enferma y necesitaba vender rápido.

Nosotros pensamos que era una ganga, pero ahora resulta que la venta no era legal. Tuvimos que devolver la casa. Los conocieron personalmente. No, todo lo hicimos a través de intermediarios, pero nos dijeron que la hija estaba manejando todo porque la madre no podía. Qué situación tan triste. Si supiera cuán triste era realmente, pensé, bueno, me alegra que ustedes no hayan perdido su dinero.
Sí, por suerte todo se resolvió bien. Aunque ahora tenemos que buscar otra casa. Esta nos gustaba mucho. Me fui de allí con el corazón pesado. No era solo el dinero lo que me dolía. Era la facilidad con la que Ángela había mentido sobre mí. Había inventado una historia sobre mi enfermedad. Había usado mi supuesta vulnerabilidad para justificar sus acciones.

Para ella, yo no era una persona con sentimientos, sino un obstáculo que había que remover. Esa noche llamé a Jorge otra vez. Jorge, necesito que me ayude con algo más. Quiero recuperar el carro de Roberto también. Eso va a ser más difícil, señora Antonia. El carro sí estaba a nombre de usted, pero su hija tenía un poder notarial que le permitía venderlo.
¿Cómo es posible? Aparentemente usted firmó ese poder hace algunos meses después de la muerte de su esposo. ¿No lo recuerda? Ahí estaba. El momento en que Ángela había comenzado a planear todo esto. Recordé vagamente haber firmado algunos papeles que ella me había traído diciéndome que eran para facilitar los trámites del funeral y la herencia.
Yo estaba tan confundida por el dolor que firmé sin leer. Qué ingenua había sido. Entiendo, Jorge. ¿Hay alguna manera de recuperarlo? Podemos intentarlo, pero será más complicado. Necesitaríamos demostrar que usted firmó ese poder bajo engaño o coersión. Hagámoslo. Quiero recuperar todo lo que me quitaron. Durante las siguientes semanas desarrollé una rutina extraña.

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