Estaba abrochándome el abrigo para ir al funeral de mi esposo cuando mi nieto irrumpió en el garaje, pálido como un fantasma. “¡Abuela, no enciendas el coche! ¡Por favor, no lo hagas!” Su grito me paralizó. Apenas pude susurrar: “¿Por qué? ¿Qué está pasando?” Me agarró la mano con tanta fuerza que me dolió. “Confía en mí. Tenemos que ir caminando. Ahora.” Mientras bajábamos por la entrada, mi teléfono empezó a explotar de llamadas—mis hijos, uno tras otro. “No contestes, abuela”, suplicó. Y entonces lo sentí… una verdad tan aterradora que me recorrió los huesos. Una verdad sobre lo que podría haber ocurrido si yo hubiera girado esa llave. Una verdad que todavía no me atrevo a decir en voz alta…

Helen trató de pensar con claridad.
—¿Quién entró al garaje? ¿Quién tiene llaves?

La lista era corta: sus dos hijos, Anna y David; su nuera, Laura; y el propio Lucas. Nadie más.

El estómago se le revolvió.

Lucas miró el suelo.
—Escuché algo más anoche —murmuró—. Mamá y el tío David estaban discutiendo en la cocina. No sabían que yo estaba en la escalera. Oí que decían que… que cuando tú firmaras los papeles hoy, todo sería más fácil.

—¿Qué papeles? —preguntó Helen, confundida.

Lucas levantó la mirada.
—Los papeles del seguro de vida de Grandpa. Dijeron que tú tenías que “colaborar”. Y que si no lo hacías… tenían un plan.

Helen sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Recordó lo insistente que había sido Anna acerca de que firmara unos documentos “para la sucesión”. Recordó la actitud evasiva de David cuando hacía preguntas. Recordó que Laura llevaba semanas tratándola como si fuera una carga.

Nada había tenido sentido… hasta ahora.

—¿Crees que…? —Helen no podía terminar la frase.

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