Ese hombre vendió su propia sangre para que yo pudiera estudiar. Hoy, que gano cien mil al mes, vino a pedirme dinero y no quise darle ni un centavo.

Él se quedó en silencio. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no se enfadó. Asintió lentamente con la cabeza y se levantó, como un mendigo al que acababan de cerrarle la puerta en la cara.

Pero antes de que se fuera, lo tomé de la mano y me arrodillé.

“Papá… tú eres mi verdadero padre. ¿Cómo vamos a hablar de deudas entre padre e hijo? Me diste toda tu vida, ahora déjame cuidar de ti por el resto de la tuya. Antes decías: ‘El dinero del padre es derecho del hijo’; ahora, mi dinero es tu derecho.”

Ahí sí, se derrumbó y lloró. Lo abracé fuerte, como a un niño asustado por una pesadilla. Su espalda, puro hueso y temblando, me hizo llorar a mí también.

Desde ese día, vive con nosotros. Mi esposa no puso obstáculos; al contrario, lo cuida con cariño. Aunque ya es un viejito, todavía ayuda en lo que puede en casa, y cuando podemos, salimos a pasear o a viajar juntos.

Muchas veces me preguntan: “¿Y por qué tratas tan bien a tu padrastro, si cuando estudiabas apenas podía darte algo?” Yo solo sonrío y respondo: “Él pagó mis estudios con su sangre y con sus años. No somos de la misma sangre, pero me amó más que un padre de verdad. Si no lo cuido, ¿entonces para qué es la vida?”

Hay deudas en este mundo que con dinero no se pagan. Pero en lo que es agradecer, nunca es tarde para pagar… completo, sincero y con el corazón por delante.

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