El señor Sharma, con voz emocionada, continuó:
—Y no solo eso, ella también es cofundadora del fondo benéfico que yo patrocino. Tras su divorcio, se retiró silenciosamente, entregándole todo el lujo a su exmarido, y luego comenzó a trabajar físicamente para mantener a su anciana madre y a su hijo pequeño.
Un golpe demoledor.
Sus palabras cayeron como un rayo. Miré a Anita. Ella estaba allí, con lágrimas en los ojos, pero aún así inclinó la cabeza y siguió trabajando humildemente como si nada hubiera pasado.
Los invitados empezaron a murmurar:
—Dios mío, nunca imaginé que fuera una mujer tan noble.
¿Y Rajesh se atrevió a reírse de ella?
Mi rostro se calentó, el sudor corría. El orgullo se convirtió de inmediato en humillación. Lo que yo había considerado una “victoria” después del divorcio no era más que mezquindad y egoísmo.
La mujer a la que había abandonado, despreciado, resultó ser la salvadora de mi socio más importante —y una persona respetada en la sociedad.
En ese instante, toda la música y las risas del salón parecieron apagarse. Mi alma se enfrió cuando comprendí: la felicidad que hoy tenía no me hacía noble. Era mi crueldad y mi arrogancia lo que me convertía en el hombre más pequeño de aquella resplandeciente sala.
Estaba a punto de acercarme a Anita, quería pedirle perdón. Pero mis pies estaban pesados. Ella solo me miró, con una calma serena en los ojos, y luego se dio la vuelta.
En ese momento entendí que había perdido para siempre algo invaluable —no solo a una esposa, sino a una mujer de corazón bondadoso, a la que jamás volvería a encontrar en mi vida.