Ni una.
Todo el pasillo se volvió un eco vacío.
Solo quedaba el sonido de mi respiración entrecortada y el peso insoportable de una verdad que ya no podía negar.
No sé cuánto tiempo pasé ahí, mirando al vacío.
Cuando por fin cayeron mis lágrimas, no fueron de tristeza, sino de liberación.
Sonreí.
Una sonrisa helada, amarga, pero necesaria.
Saqué mi teléfono, miré todos los mensajes que le había enviado sin respuesta durante semanas, y los borré uno por uno.
Luego pagué la consulta en recepción y salí del hospital sin mirar atrás.
Tomé un taxi y fui a casa de mi madre, en Zapopan.
Cuando abrió la puerta, se asustó al verme tan pálida.
— Mamá… —susurré—. Voy a divorciarme.
Ella no preguntó nada.
Solo me abrazó fuerte, su mano temblorosa acariciando mi vientre.
— Hija… tener un hijo es tenerlo todo. No necesitas más.
Tres días después, mi abogado entregó los papeles de divorcio.
No escribí grandes explicaciones, solo una frase: