En la parrillada familiar, mi madre me miró a los ojos y dijo, “Si desaparecieras mañana, nadie se daría ni cuenta.” Todos se rieron menos yo. Yo levanté tranquilamente mi hot dog y dije, “Reto aceptado. Esa noche metí todo en dos maletas y dejé mi llave sobre la encimera de la cocina. No, no, no. Adiós. Simplemente me fui. Había sido el que todos pisoteaban en la familia durante 29 años, el que organizaba todas las fiestas, horneaba cada pastel de cumpleaños y recogía los desastres de los demás, mientras ellos se tomaban selfies sin mí.
Así que cuando mi madre hizo ese chiste en la parrillada con mis tías y hermanos partiéndose de risa, algo dentro de mí simplemente hizo click. Me mudé tr horas lejos a una cabaña junto al lago. Bloqueé los números de todos y empecé de nuevo como J en vez de JD. Ese apodo Nick que me hacía sentir como un niño. La primera semana mi teléfono estuvo en silencio, exactamente como mi madre había predicho. Pero en la segunda semana mi hermano llamó 47 veces.
Resultó que nadie sabía manejar la lavadora que yo había estado manteniendo durante años. La ropa se les amontonó como una montaña hasta que al final tuvo que comprarse ropa interior nueva en vez de aprender a poner el ciclo descentrifugado. En la tercera semana, mi hermana se presentó en mi antiguo trabajo llorando, suplicando a mis excompañeros que le dieran mi número nuevo. Decía que tenía una emergencia familiar, o sea, no podía gestionar la renovación del registro del coche.
El mismo registro que yo llevaba tramitando por ella desde que tenía 16. Mis compañeros le dijeron que me había mudado a otro estado. Se derrumbó en el estacionamiento porque ni siquiera sabía dónde estaba el DMB, la oficina de tráfico acabó pagando $300 a un tipo turbio que le prometió hacerlo por ella. Al segundo mes, papá fue a todos los complejos de apartamentos de la ciudad buscándome. Nunca se dio cuenta de que yo era quien recordaba los horarios de las medicinas de todos, las listas de la compra y qué facturas vencían cuándo.
Sin mí, se olvidó de su medicación para la presión arterial durante tres semanas y tuvo que ir a urgencias. El médico le preguntó si tenía apoyo familiar en casa. Papá se quedó mirando al suelo y murmuró algo sobre su hija que se había ido. Mamá tuvo un colapso total cuando llegó el aviso del abogado. Yo estaba en mi cabaña junto al lago preparando café cuando sonó mi teléfono nuevo. El número que aparecía no lo reconocía, pero algo me hizo contestar.
“Señorita J. Morales”, preguntó una voz formal. “Sí, soy yo. Había algo extraño en escuchar mi nombre completo después de tantos años de ser solo JD”. habla el licenciado Hernández del bufete Hernández y Asociados. Necesito verla urgentemente. Se trata de la herencia de su tía abuela Esperanza Morales. Me quedé helada. Tía Esperanza, la hermana de mi abuela que la familia siempre describía como la loca que se fue a vivir sola y la que nunca se casó porque nadie la soportaba.