En la fiesta, nadie bailaba con el millonario japonés… hasta que la camarera lo invitó en japonés…

Mientras tanto, Kenji seguía sin reaccionar, pero había una leve tensión en sus hombros, como si entendiera más de lo que aparentaba, como si cada palabra lo tocara de lejos, pero lo tocara igual. Pasada media hora, Julia se acercó a su mesa con una bandeja de refrescos. No tenía por qué hacerlo, ya que otro camarero se encargaba de esa zona, pero algo la impulsó.

Colocó un vaso nuevo frente a él con movimientos suaves. Iba a girarse. Cuando lo escuchó decir en voz baja, “Gracias.” Su acento era torpe, pero comprensible. Español básico, con esfuerzo. Julia lo miró sorprendida y sin pensar respondió en japonés. Duita shimashite chini shinai de kudasai. Kenji levantó la cabeza de golpe. Sus ojos se abrieron apenas y por primera vez en toda la noche algo en su expresión cambió. Una grieta en el muro.

“Hablas japonés”, dijo despacio aún en su idioma. Julia asintió. Lo estudié por tr años. Me gusta mucho su cultura. Él no respondió de inmediato, pero asintió con una leve reverencia que le salió del alma. Fue un gesto breve, sutil, pero lleno de respeto. Julia sintió que acababa de cruzar una línea, una invisible, no solo con él, sino con la fiesta entera.

Sabía que si alguien la veía hablando con un invitado y menos con ese invitado, las miradas llegarían pronto. Pero en ese momento no le importó. ¿Le gustaría algo más?, preguntó ahora en español. Kenji la miró por un segundo largo, luego negó con la cabeza. Solo gracias por hablar. Julia asintió. Le sonrió apenas, una sonrisa tímida, más para ella misma que para él, y volvió a caminar entre las mesas.

Nadie había notado nada aún, pero algo había cambiado. Después de aquel breve intercambio, Kulia continuó trabajando como si nada hubiese pasado. Pero su cuerpo no mentía, sus pasos eran más livianos, su respiración más alerta. Sentía una energía distinta en el pecho, una mezcla de adrenalina y duda. Había hecho mal.

¿Lo había incomodado? ¿Alguien los había visto? En realidad sí. Alguien sí los había visto. Álvaro, el jefe de salón, alto, moreno, de voz seca y rostro que parecía tallado en fastidio, la observaba desde cerca de la barra. Era un hombre que no gritaba, pero sabía cómo castigar con una sola frase. Y aunque no dijo nada en ese momento, sus ojos seguían a Julia con un juicio silencioso que ella conocía demasiado bien.

Mientras tanto, en su rincón, Kenji seguía sin moverse mucho, pero algo en él había cambiado. Ahora sus ojos no miraban al salón con distancia, buscaban. Cada tanto, discretamente, se dirigían hacia Julia cuando ella pasaba entre las mesas. No era deseo, no era romanticismo, era algo más simple y más raro, gratitud. Era como si por primera vez en toda la noche, tal vez en muchas noches, alguien lo hubiese visto como persona.

Los demás invitados seguían igual, riendo fuerte, bailando sin ritmo, fingiendo naturalidad entre copas caras, pero el murmullo alrededor de Kenji comenzaba a hacerse más ácido. ¿Qué hace aquí ese tipo? Ni baila ni habla. Seguro lo invitaron por compromiso. ¿Sabías que compró tierras en Sayulita? Qué ridículo tener tanto dinero y no saber comportarse.

La crítica se disfrazaba de broma, pero Julia, que pasaba cerca, sentía las frases como puñales mal envueltos. Y aunque sabía que no era su lugar defender a nadie, su estómago se encogía con cada palabra. Esa noche, durante la cena, Julia se acercó nuevamente a su mesa, no por protocolo, sino porque algo la empujaba. Depositó frente a él un plato que no le correspondía llevar.

Kenji la miró con suavidad. Esta vez ella no dijo nada, solo lo miró un segundo con una expresión firme, pero serena, como si le estuviera diciendo, “Aquí usted no está tan solo.” Al darse la vuelta, escuchó la voz baja de una mujer detrás. ¿Viste a la mesera? ¿Qué hace hablando con él como si fueran amigos? Las palabras la golpearon más de lo que quiso admitir, no por vergüenza, sino por impotencia.

En ese salón, ella nunca sería vista como algo más que la que sirve. Y sin embargo, acababa de hacer algo que nadie allí había sido capaz de hacer, hablarle, escucharlo. Esa noche, mientras el DJ tomaba el control de la música y las luces se volvían más tenues, Julia supo que algo se estaba moviendo.

No en el salón, en ella y también en él. Kenji levantó la vista por última vez hacia la pista, donde las parejas bailaban sin invitarlo, sin siquiera considerarlo, y en ese momento sus ojos se cruzaron otra vez. Ella, sin pensarlo, esbozó un gesto que parecía una invitación silenciosa, apenas perceptible, casi imperdonable para alguien como ella en ese contexto.

Él no se movió, pero no bajó la mirada. El equilibrio de la fiesta estaba empezando a inclinarse y nadie lo sabía aún. La música cambió. El DJ reemplazó los boleros por una versión instrumental suave de un clásico romántico. La pista se despejó un poco, dando paso a las parejas mayores, que se abrazaban con movimientos lentos, ceremoniales.

Era el momento más emotivo de la noche. Fotos, risas contenidas, aplausos tibios. Julia seguía trabajando, pero su mente estaba en otra parte. Kenji no se había movido desde que llegó. Llevaba más de tres horas sentado observando un mundo que no lo quería allí. Nadie le había hablado, nadie lo había invitado a bailar.

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