Y cuando la última persona se despidió, Diego miró a Mariela. Ella sabía lo que vendría después, pero su cuerpo se resistía. Aquella era la despedida más cruel que jamás había experimentado. Era el momento de despedirse de su único hijo y verlo por última vez. Dile todo lo que esté en tu corazón, amor. Estoy seguro de que donde quiera que esté Enrique, él te está escuchando ahora. dijo el padrastro del niño, intentando darle a su esposa la poca fuerza que aún le quedaba.
Mariela dio dos pasos temblorosos hacia el ataúd, se acercó al cuerpo de su hijo y con la voz entrecortada comenzó, “Hijo mío, hijo mío, perdóname, perdóname por no estar cuando más me necesitabas. Mamá te ama. Yo nunca, nunca voy a olvidarte.” Ella cayó sobre el pequeño cuerpo, aferrándose como si no quisiera soltarlo nunca más. Lloraba compulsivamente. Sus hozzos sacudían su cuerpo con fuerza. Diego, al darse cuenta de que aquello ya duraba demasiado, una vez más la envolvió en sus brazos e intentó apartarla con cariño, pero con firmeza.
Ricardo y otro empleado del crematorio se acercaron cargando la tapa del ataúd. Era el momento. Pero antes de que pudieran completar la tarea, Mariela se soltó de los brazos de su marido y dio un paso al frente. “Espera, yo yo necesito hacer algo antes”, dijo ella, con los ojos aún llenos de lágrimas. El padrastro se acercó intentando intervenir. “Mi amor, tenemos que continuar con la cremación. Vamos a dejar que Enrique descanse ahora. Por favor, ven conmigo. Pero Mariela lo interrumpió más firme esta vez.

Realmente necesito hacer algo. Y entonces, ante las miradas atentas y confusas de todos en el salón, sacó de su pequeño bolso un objeto inesperado, una cámara de video pequeña pero moderna. Diego frunció el ceño sin entender lo que estaba pasando. ¿Pero qué es esto, amor?, preguntó confundido. Ella no respondió de inmediato, solo se acercó al cuerpo de su hijo, colocó la cámara entre sus manos y la encendió, dejándola grabando. Luego alzó la mirada firme y declaró, “Ahora pueden cerrar el ataúd.” Los dos empleados intercambiaron miradas desconcertadas.
El ambiente se volvió aún más extraño. Algunas personas en el salón se miraban en silencio, sorprendidas por lo que estaban viendo, pero nadie se atrevió a decir nada. Diego, sin embargo, se acercó con aire de preocupación. Mi amor, ¿por qué pusiste una cámara en las manos de Enrique? Es que es que todavía me estoy acostumbrando a la idea de la cremación y yo no quiero que mi pequeño sufra, entonces voy a poder acompañarlo todo desde aquí. Es una forma de quedarme en paz”, respondió ella, mostrando que en su celular podía ver todo.
Su voz temblaba, pero estaba decidida. Diego intentó argumentar, elegir palabras cuidadosas para no parecer insensible ni agresivo. Quería convencerla de que aquello no tenía sentido, pero ella fue enfática, firme como nunca antes. Tú me convenciste de que la cremación era lo más correcto, pero ahora quiero ver hasta el último minuto a mi hijo. La cámara irá con él hasta el horno de crema. Diego respiró hondo, visiblemente incómodo con todo aquello, pero al notar que no serviría de nada insistir, cerró la discusión con una frase seca.