Y la cena terminó ahí.
Cuando los agentes entraron, el silencio se volvió más pesado que el aire húmedo de la cocina. La expresión de Linda y Samantha se transformó rápidamente: primero incredulidad, luego miedo. Nadie se lo esperaba. Nadie excepto yo.
Mi abogada, Laura Martín, se acercó a mí con una calma profesional que casi me hizo llorar.
—Emily, ya está todo en proceso. Todo salió perfecto.
Asentí, conteniendo la emoción.
Los agentes esposaron a Jason mientras él gritaba:
—¡Esto es absurdo! ¡Ella es mi esposa! ¡Fue un accidente!
Pero su voz se quebró cuando Laura sacó de la carpeta las fotografías: mis moretones, el diagnóstico médico, los mensajes de audio donde él me insultaba y el video —grabado por mí— de la discusión que terminó con mi brazo roto. No había escapatoria.
Linda dio un paso adelante, histérica.
—¡No pueden hacer esto! ¡Mi hijo nunca haría daño a nadie!
Laura respondió con una frialdad elegante:
—Señora, no solo lo hizo. Lo documentó.