En la boda de mi hijo, me sentó en la última fila, avergonzado de mi vida humilde… sin imaginar que el multimillonario a mi lado era el amor de mi vida y ahora dueño del edificio de su suegro. Al final de la recepción, ocurrió algo que nadie esperaba.

Lo que pasó después se convirtió en el verdadero giro inesperado de la noche.

El padre de Clara, que había escuchado parte de la discusión, llamó a Mateo.
—Hijo, mañana no vuelvas a la oficina. Vamos a reevaluar tu puesto —dijo sin rodeos.

Mateo palideció.
—Pero… el edificio…
—El edificio ahora es de Vega —respondió el hombre—. Y él tiene su opinión respecto a ti.

Mateo buscó mi mirada. Por primera vez en mucho tiempo, no vi arrogancia. Vi miedo. Y quizá, un destello de arrepentimiento.

—Mamá… yo… —balbuceó.
—Mateo —lo interrumpí suavemente—. Yo siempre estaré aquí para ti. Pero el respeto no se exige: se merece.

Él bajó la cabeza, derrotado.

La boda continuó, pero nunca recuperó su brillo. Las conversaciones giraron en torno a lo ocurrido, mientras Adrián y yo hablamos largo y tendido, como si veinte años no hubieran pasado.

Cuando la noche terminó, él me ofreció llevarme a casa.

—Isabel —me dijo antes de que subiera al coche—. Nunca debimos habernos perdido. Si estás dispuesta… me gustaría intentar recuperar lo que dejamos atrás.

Y por primera vez en ese día lleno de heridas, sentí esperanza.

Quizá la vida, al final, no estaba cerrando un capítulo… sino abriendo uno completamente nuevo.

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