En el funeral de mi padre, mi marido se inclinó hacia mí y murmuró: “Aquí no haces falta.” Solo sonreí.

Yo ya había tomado una decisión.

—A partir de hoy —dije en voz baja—, nada de lo que decidas afectará mi vida.

Tomás se desplomó en el sofá, incapaz de procesar que, por primera vez desde que me conoció, yo tenía el poder.

Y él lo había perdido todo.

Las semanas posteriores fueron un torbellino de descubrimientos. Las grabaciones de mi padre contenían conversaciones que había tenido con abogados, investigadores privados y asesores financieros. Richard había sospechado de Tomás desde el primer día, y con razón: mi marido llevaba años utilizándome como puente para negocios turbios, aprovechando mi firma, mi pasaporte doble y mi ingenuidad.

La noche que escuché la última grabación lloré, no por Tomás, sino por mi padre. Por la claridad con la que había visto lo que yo no quería ver.

Con la ayuda de Gabriel y un equipo de expertos, puse mis cuentas en orden. Cancelé préstamos que Tomás había activado en mi nombre. Cerré sociedades que nunca había aprobado. Reasigné propiedades. Y, siguiendo los deseos de mi padre, destiné parte de la herencia a una fundación local dedicada a mujeres víctimas de manipulación económica.

Tomás comenzó a perder la calma.

Me enviaba mensajes, llamadas, incluso notas dejadas bajo la puerta.

Un día apareció en la entrada del edificio de Sarrià. Llovía, y él estaba empapado, con una expresión de desesperación casi patética.

—Alex, por favor… hablemos —dijo acercándose.

Gabriel se interpuso.

—No tiene autorización.

—¡Ella es mi esposa! —gritó Tomás.

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