Rafael Gómez, el magnate inmobiliario, Miguel Ángel Torres, el rey del sector energético y otros 12 hombres que controlaban bancos, fondos, industrias. Pero en ese momento, cubiertos de nieve, temblando de frío, con los ojos asustados, no parecían titanes de las finanzas, parecían solo seres humanos aterrorizados por la muerte que los esperaba fuera. Lucía no dudó. Su naturaleza generosa tomó el control, señaló las mesas y dijo simplemente que se acomodaran, que prepararía café caliente. Fue a la cocina, encendió todas las máquinas, puso ollas de café, comenzó a calentar sopas y preparar bocadillos.
Los 15 hombres se sentaron lentamente, aún incrédulos. Algunos intentaban llamar a sus asistentes, pero los teléfonos no funcionaban. Otros miraban afuera viendo sus limusinas enterradas en la nieve. La realidad se estaba imponiendo. Estaban atrapados allí, en ese pequeño restaurante en la carretera de La Coruña, sin vía de escape. Alejandro Ruiz, 72 años, cabello blanco, perfectamente peinado a pesar de la tormenta, se acercó a la barra donde Lucía estaba sirviendo café en grandes tazas. La miró con una intensidad que la puso ligeramente incómoda.
Lucía sonrió. Esa sonrisa cansada, pero genuina, que había perfeccionado en tres años sirviendo a clientes. Dijo que no había problema, que tenían comida para todos, que podían quedarse calientes hasta que la tormenta pasara. En las horas siguientes, Lucía trabajó incansablemente. Preparó café, sirvió sopas, hizo bocadillos, trajo mantas que guardaba en el almacén para emergencias. Hablaba poco, pero había una bondad en sus gestos. Una humanidad que esos hombres, acostumbrados a ser servidos por personal profesional en hoteles de cinco estrellas, encontraron extrañamente conmovedora.
A medida que la noche avanzaba y la tormenta continuaba rugiendo afuera, algo extraño comenzó a suceder. Las barreras se derrumbaron. Los hombres comenzaron a hablar no de negocios o inversiones, sino de vida, de miedos, de arrepentimientos. Miguel Ángel Torres, el magnate energético, confesó que no había hablado con su hija desde 3 años después de que ella rechazara entrar en el negocio familiar para convertirse en maestra. Rafael Gómez admitió que había construido un imperio inmobiliario, pero se sentía profundamente solo.