La gente hacía fila sonriendo. Algunos estaban descalzos. Algunos eran niños.
Algunos eran ancianos. Esther se acercó a cada uno y les dio comida caliente. Les dijo: «Coman bien».
No te han olvidado. Una de sus trabajadoras susurró: «Señora, ¿por qué hace esto?». Esther levantó la vista lentamente. Se tocó el pecho con suavidad.
La bondad me trajo aquí, así que debo enviar bondad de nuevo. El trabajador asintió en silencio. Y mientras todos observaban a la gente comer y sonreír, el sol brilló suavemente en el rostro de Esther.
Miró al cielo y susurró: «Gracias, Jefe George. Gracias por recibirme». Luego se dio la vuelta, regresó a la camioneta y se fue a la siguiente calle.
Su vida cambió para siempre, pero su corazón permaneció inmutable. Esta historia nos enseña una poderosa lección: la bondad nunca se desperdicia.