Ella pensaba que solo era un pobre mendigo, y lo alimentaba a diario con su poca comida… ¡Pero una mañana su secreto la dejó sin palabras!…

Esta es la historia de una niña pobre llamada Esther y un mendigo lisiado del que todos se reían. Esther era una joven de apenas 24 años. Vendía comida en una pequeña tienda de madera junto a la carretera en Lagos. Su puesto estaba hecho de tablones viejos y planchas de hierro. Estaba bajo un gran árbol, donde mucha gente venía a comer.

Esther no tenía mucho. Sus zapatillas estaban gastadas y su vestido tenía remiendos. Pero siempre sonreía. Incluso cuando estaba cansada, saludaba a la gente con amabilidad. «Buenas tardes, señor. De nada», le decía a cada cliente.

Se despertaba muy temprano cada mañana para cocinar arroz, frijoles y gachas de ñame. Sus manos trabajaban rápido, pero su corazón latía lento por la tristeza. Esther no tenía familia.

Sus padres murieron cuando ella era joven. Vivía en una pequeña habitación cerca de su tienda. Sin luz ni agua potable.

Solo ella y sus sueños. Una tarde, mientras Esther limpiaba su banco, pasó su amiga Mamá Titi. Esther, Mamá Titi le dijo: «¿Por qué siempre sonríes cuando estás pasando apuros como todos nosotros?». Esther volvió a sonreír y respondió: «Porque llorar no traerá comida a mi olla».

Mamá Titi se rió y se alejó, pero sus palabras se quedaron grabadas en el corazón de Esther. Era cierto. No tenía nada.

Pero seguía dándoles de comer a las personas, incluso cuando no podían pagar. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar. Cada tarde, algo extraño sucedía en la tienda de Esther.

Un mendigo lisiado aparecía en la esquina del camino. Siempre venía despacio, empujando su vieja silla de ruedas con las manos. Las ruedas hacían un ruido áspero al rozar las piedras.

Crujido, crujido, crujido. La gente que pasaba se reía o se tapaba la nariz. «Mira a este hombre sucio otra vez», dijo un chico.

Las piernas del hombre estaban vendadas. Sus bragas estaban rotas a la altura de las rodillas. Su rostro estaba cubierto de polvo.

Tenía los ojos cansados. Algunos decían que olía mal. Otros decían que estaba loco.

Pero Esther no apartó la mirada. Lo llamó Papá J. Esa tarde, bajo el sol abrasador, Papá J empujó su silla de ruedas y se detuvo junto a su tienda. Esther lo miró y le dijo en voz baja: «Estás aquí otra vez, Papá J. No comiste ayer».

Papá J bajó la mirada. Su voz era baja. Estaba demasiado débil para venir, dijo.

No he comido en dos días. Esther miró su mesa. Solo quedaba un plato de frijoles y ñame.

Esa era la comida que ella quería comer. Hizo una pausa. Luego, sin decir palabra, tomó el plato y lo colocó delante de él.

Leave a Comment