Tiago sonrió, pero no era la sonrisa amarga de quien acepta la derrota, sino algo mucho más peligroso. Era la sonrisa de alguien que acababa de recibir exactamente la motivación que necesitaba. Mamá, ¿recuerdas la historia que siempre me contaba sobre el abuelo? ¿Cómo construyó nuestra primera casa ladrillo a ladrillo? Incluso cuando todos decían que un hombre negro nunca sería propietario en este barrio, Carmen asintió sin entender a dónde quería llegar su hijo. Él no construyó esa casa para demostrar que tenía razón.
La construyó para demostrar que ellos estaban equivocados. Tiago abrió su portátil, un modelo antiguo que había reparado el mismo, y comenzó a escribir. Richard Whtmore cree que me conoce. Cree que solo soy otro chico asustado de los suburbios. En la pantalla, una página web comenzaba a tomar forma. Tiago había aprendido a programar por su cuenta a los 13 años después de conseguir un ordenador roto en un desguace. Sus dedos volaban sobre el teclado con la precisión de un pianista interpretando una sinfonía.
“¿Qué estás haciendo?”, preguntó Carmen investigando. La respuesta fue sencilla, pero había algo en el tono de Tiago que hizo que su madre se diera cuenta de que estaba presenciando el nacimiento de algo mucho más grande que una simple reacción adolescente. Durante los días siguientes, mientras Richard celebraba su victoria contra la familia Santos, Thiago se sumergía en un universo de información pública, registros empresariales, donaciones políticas, procesos judiciales, contratos gubernamentales. Todo estaba allí, esperando a alguien lo suficientemente inteligente como para atar cabos.
Y Tiago Santos, hijo de una limpiadora, huérfano de padre, residente en los suburbios, estaba a punto de enseñarle al poderoso Richard Whtmore una lección que él nunca olvidaría. Nunca subestimes la inteligencia de alguien que tiene todo que ganar y nada que perder. Cada nuevo descubrimiento hacía que sus ojos brillaran con una intensidad que su madre reconocía, pero que al mismo tiempo la asustaba. Era el mismo brillo que tenía cuando desmontaba aparatos electrónicos, la alegría pura de alguien que acababa de descubrir exactamente cómo encajaban las piezas.
Una semana después de la humillante dimisión, Tiago había convertido la mesa de la cocina en un auténtico centro de operaciones. Tres ordenadores portátiles antiguos que había conseguido en un desguace funcionaban simultáneamente con sus pantallas brillando en la madrugada mientras él navegaba por bases de datos públicas, registros empresariales y redes sociales con la precisión de un detective experimentado. “Hijo, son las 3 de la madrugada”, murmuró Carmen apareciendo en la cocina en bata. Tienes que dormir. 15 minutos más, mamá.
Respondió Tiago sin apartar la vista de las pantallas. Estoy a punto de terminar una parte importante. Lo que Carmen no sabía era que su hijo había descubierto algo fascinante sobre Richard Whtmore, el hombre que se presentaba como un magnate inmobiliario íntegro tenía un historial de demandas laborales silenciadas, contratos gubernamentales sospechosos y una red de empresas fantasma que harían salivar de interés a cualquier fiscal federal. En la escuela, Thiago encontró al aliado perfecto en una persona que nadie esperaría, la profesora Janet Morrison, una experiodista de investigación que se había convertido en educadora después de exponer un escándalo político que casi le costó su carrera.