Martín: (Se acercó, la abrazó con una fuerza que nunca antes había usado. Una fuerza protectora. Redención.) “No destruiste nada, mamá. Lo salvaste. Me salvaste a mí de mi propia ceguera.”
La sentó en el sofá. La luz del atardecer entró por el ventanal, bañando la sala con tonos anaranjados, limpiando las sombras.
Rosalía: (Tomando la mano de Martín) “Me costó mucho tiempo entender que el silencio no protege, solo rompe lo que uno ama.”
Martín: “Y yo confundí el dinero con el amor. Pensé que el éxito era una pared lo suficientemente alta. Pero tú solo querías que te mirara, ¿verdad?”
Rosalía: (Sonriendo, una sonrisa cansada, pero sincera) “Eso es todo lo que una madre necesita.”
Los mellizos corrieron a abrazar a la abuela. Las lágrimas de Rosalía cayeron sin pena, sino con un profundo alivio.
Esa noche, Martín encendió una vela sobre la mesita. No para recordar la pena, sino la verdad. Se sentó junto a su madre, mirando las luces de Triana reflejadas en el Guadalquivir.
Martín: “Nunca volverás a sentirte sola, mamá.”
Rosalía: “Y tú nunca volverás a confundir el silencio con la paz. A veces, hijo, Dios no quita el dolor, solo nos enseña a soportarlo hasta que deja de doler.”
El sonido de una guitarra lejana, una bulería lenta, flotó en el aire. Por primera vez en años, la casa Herrera no guardaba el silencio del miedo, sino el murmullo tranquilo de la vida que comienza de nuevo.