Su sonrisa se desvaneció. Las palabras la habían afectado más profundamente de lo que había imaginado. Murmullos recorrieron el restaurante, pero ella no podía apartar la mirada de los ojos tranquilos y penetrantes del joven.
Le entregó el plato. —Tómalo —dijo con dulzura—. Cuéntame más.
Se volvieron a encontrar al día siguiente, por sugerencia de Victoria. Su asistente protestó, pero ella insistió. —Encuentra a ese joven —dijo—. Se llama Elijah, ¿verdad?
Llegó tímidamente a su villa junto al mar, con una pequeña mochila en la mano. —No tenías que llamarme —dijo.
Victoria sonrió. —Dijiste que podías ayudarme a caminar. —Te escucho.
Elijah asintió. —No como un médico —dijo—. No puedo arreglarte las piernas. Pero puedo arreglar algo más pesado que ellas.
Victoria frunció el ceño. —¿Y qué es eso?
—Tu corazón —dijo simplemente—. Dejaste de usarlo cuando empezaste a contar dinero en lugar de personas.
Ella no respondió. Él caminó hacia su jardín, haciéndole un gesto para que lo siguiera. Su enfermera empujó su silla detrás de él. —Cierra los ojos —dijo Elijah—. Escucha.
Al principio, solo oyó las olas y el viento. Luego, débilmente, risas. Desde detrás de los muros de su mansión llegaron voces que no había escuchado en años: niños jugando en el centro benéfico que ella había financiado, antes de perder el interés.
Elijah se arrodilló a su lado. —Les diste un futuro a estos niños. Luego dejaste de venir. Pensaron que te habías olvidado de ellos.
Se le hizo un nudo en la garganta. —Yo…