Si prefirió otra cosa, no es mi culpa. Rosario asintió, respaldando la mentira. Es verdad, hijo. Yo insistí. Javier quedó en silencio. Algo no cuadraba, pero prefirió no insistir. Ese mismo día llevó a su madre a la plaza cercana. quería que respirara aire fresco y recordara tiempos de antes. Sentados en una banca de madera, observó sus manos arrugadas, frágiles, con pequeños raspones. “Mamá se lastimó”, preguntó señalando las marcas.
Ella escondió las manos en el regazo. “Fue nada, hijo. Me pegué con la puerta del armario.” Javier suspiró. Estaba cansado de escuchar siempre la misma respuesta. Nada. Pero los ojos de su madre decían lo contrario. Al regresar, encontraron a Mariana arreglando la sala para recibir amigas, tapetes alineados, flores nuevas en el florero, todo en orden.
Ella lo abrazó frente a todas, aparentando ser la esposa dedicada. “Javier, ¿viste cómo tu mamá disfrutó en la plaza?”, preguntó Mariana con falsa ternura. Él forzó una sonrisa. “Sí, fue bueno para ella. Las amigas de Mariana rieron comentando sobre viajes, ropa y fiestas.
Mientras tanto, Rosario permaneció callada en un rincón con un vaso de agua en las manos. Una de ellas murmuró, creyendo que Javier no escuchaba. No entiendo cómo permiten que esa señora viva aquí. Desentona con todo el ambiente. Mariana sonríó de lado sin responder. Javier sintió un nudo en el estómago.
Por primera vez percibió que la mirada de su esposa no era de orgullo, sino de incomodidad. Esa noche subió al cuarto con la mente agitada. Se acostó junto a Mariana, pero no podía dormir. Las imágenes de su madre comiendo sobras, las manos lastimadas y la humillación en la sala lo atormentaban. Se giró hacia su esposa. Mariana, ¿segura que mi mamá está bien aquí?, preguntó con seriedad.
Ella rió acariciándole la cara. Claro, amor. Yo cuido de ella como si fuera mía. Tú trabajas demasiado. No tienes que preocuparte. Javier cerró los ojos. Pero el corazón desconfiaba, algo no encajaba. Los días siguientes, su inquietud aumentó. Cada vez que llegaba de sorpresa, encontraba a su madre apartada, callada, como si tuviera miedo.
Una noche bajó a beber agua y vio a Rosario sentada sola en la cocina mirando un plato vacío. Su mirada estaba perdida. “Mamá, ¿no es tarde para estar aquí?”, preguntó preocupado. Ella se sobresaltó y se levantó rápido. Solo estaba descansando, hijo. Javier frunció el seño. Descansando en la cocina. Rosario no respondió.
Forzó una sonrisa y regresó a su cuarto. Al día siguiente, Javier entró de sorpresa al área de servicio. Escuchó la voz de Mariana. Usted va a comer, doña Rosario. No le gusta. Peoría en la calle sin nada. Así que trague y cállese. El corazón de Javier latió fuerte, se quedó inmóvil, sin valor para entrar. Alcanzó a escuchar la respuesta baja de su madre. No quiero molestar.
Él cerró los puños conteniendo la rabia. Subió las escaleras en silencio, pero dentro de sí la duda ya se había transformado en certeza. Esa noche, Mariana sonrió en la sala contando anécdotas superficiales. Javier solo la observaba. El brillo falso en sus ojos ya no lo engañaba. Y aquí quiero abrir un paréntesis para hablar contigo que estás siguiendo esta historia.
¿Qué harías si fueras tú en lugar de doña Rosario, sentada en la cocina, tratada como una carga en la casa de tu propio hijo? ¿Tendrías valor para hablar? ¿O como ella, escogerías el silencio para no incomodar? Comenta aquí abajo de qué ciudad estás viendo esta historia.