“Él no es mi hijo”, declaró fríamente el millonario, su voz resonando en el vestíbulo de mármol. “Prepara tus cosas y vete. Los dos.” Señaló la puerta. Su esposa abrazó con fuerza a su bebé, con lágrimas llenándole los ojos. Pero si tan solo él hubiera sabido…

Eleanor lo observaba con cautela al principio. El dolor aún no desaparecía, pero vio algo nuevo en él. Una ternura. Una humildad que antes parecía imposible.

Una tarde, al caer el sol, Gregory tomó la mano de Eleanor.

—No puedo borrar lo que hice. Pero quiero pasar el resto de mi vida reparándolo.

Ella lo miró, dudosa.

—No te pido que lo olvides —agregó—. Solo… cree que te amo. Y que siempre amé a Oliver. Incluso cuando fui demasiado ciego para verlo.

Los ojos de Eleanor se llenaron de lágrimas.

—Me rompiste, Gregory. Pero… lo estás arreglando. Poco a poco.

Se acercó un paso.

—No estés aquí solo por una temporada. Quédate para siempre.

—Lo haré —prometió él.

Meses después, en la mansión, Lady Agatha estaba sola en su gran salón. La prensa había cambiado. Su manipulación había salido a la luz. Su círculo social, antes intocable, se había enfriado.

Escuchó risas desde los jardines—Gregory, Eleanor y el pequeño Oliver corriendo entre los arbustos. Una familia completa, otra vez.

Y esta vez, ni siquiera ella podía separarlos.

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