Yo sé cómo domar a los animales difíciles respondió Sara sin vergüenza. A unos pasos, el de Miró observaba desde el banco bajo la higuera. Tenía la mirada de un hombre que carga deudas invisibles. Le debía la parcela de su hermano. A Sara le debía también el silencio. Zorn, el viejo. Cada nueve dormía de día junto al portal del Centro de Protección Animal.
Pero de noche nadie sabía cómo ni por qué aparecía frente a la verja del rancho de los Briar. No ladraba, sólo miraba como si esperara que alguien abriera la boca. Una madrugada fue Baena quien lo encontró. Estaba empapado por la lluvia, las patas hundidas en el lodo, los ojos clavados en la ventana de la cuadra.
Dentro rocío, la yegua vieja golpeaba el suelo con el casco, rítmicamente y detrás del muro de madera un sollozo contenido temblaba como hoja. En invierno. Baena no dijo nada, sólo se acuclillado junto a Zorn. Puso la mano sobre su lomo y esperó. El perro no se movió, pero su cuerpo vibraba con una tensión antigua, la misma que sienten los que han visto demasiado.
A la mañana siguiente, Helga, la trabajadora social, llegó al rancho con su cuaderno y su sonrisa apurada. Entrevistó a Isaac durante 15 minutos en el porche, mientras Nilda jugaba con una muñeca costosa a unos metros. No ha mostrado señales de trauma. Es un niño callado, pero eso no es inusual. Más bien parece retraído. ¿Tiene antecedentes familiares de autismo? Preguntó sin levantar la vista. Sara soltó una risa breve.
Lo único que tiene ese niño es flojera y ganas de llamar la atención. Si no fuera por mí, estaría muerto de hambre en algún callejón. Helga afirmó el informe y se marchó antes de que el sol cruzara el campanario. Esa tarde, Zorn volvió. Esta vez se acostó frente al portón y se negó a moverse. Cuando Sara salió con la fusta en la mano, el perro gruñó bajo.
No atacó. No retrocedió. Solo gruñó con una gravedad que no venía de los dientes, sino del alma. Otra vez tú. Escupió Sara, acercándose. Thor no parpadeó. Sus ojos eran dos brasas encendidas en medio del barro, dentro del establo. Y Sara escuchaba todo. No se asomó.
No dijo una palabra, pero apretó el dibujo que había escondido bajo el saco de paja. Era él, de espaldas, con marcas rojas en la piel. Al lado, un perro con ojos tristes. Al fondo, una mujer sin rostro envuelta en sombra. Esa noche, el de Miró recibió una carta anónima. Sólo tenía una frase escrita con trazos torpes. Lo que callas también duele. Se quedó mucho rato mirando el papel. Luego lo quemó en la estufa, con las manos temblando.
Un sábado, mientras la feria se montaba en la plaza. Isaac pasó con un cubo de agua en las manos. Nil va iba detrás, comiendo algodón de azúcar, cantando sin mirar a su hermano. ¿Sabes qué me dijo mamá? Que tú ni siquiera eres mío. Que viniste con las pulgas. Isar no respondió. Caminó más rápido. Nil barrió.
¿Por qué no hablas? Te comiste la lengua como los burros. Detrás de la reja, Zorn alzó las orejas. Caminó paralelo a Isar por dentro del cerco como si sus pasos fueran un eco. No ladró, pero su sombra parecía agrandarse con cada vuelta del sol. Esa noche, Rocío volvió a golpear la puerta del establo tres veces.