El multimillonario dejó embarazada a su empleada doméstica y luego la abandonó; lo lamentó amargamente cuando la volvió a ver.

«¿Por qué no tengo papá?», preguntó él un día, con las piernas colgando del tabouret mientras ella preparaba el almuerzo.

«Me tienes a mí», respondió ella, besando su cabello. «Y yo no me iré a ninguna parte».

Era verdad. No era toda la verdad. El resto permanecía bajo sus costillas como una piedra que nunca lograba escupir.

Una tarde lluviosa, su director se enderezó la corbata con aire nervioso, señal de problemas o de un cliente muy importante. «Clara, tenemos un VIP que llega. Ocúpate de él. Todo impecable».

«No hay problema», dijo ella; luego vio al hombre en el umbral y sintió que el suelo desaparecía.

Alexander Pierce. Un poco de plata en las sienes, del tipo que se parece al poder cuando ya no engaña a nadie. La misma postura inmóvil. Los mismos ojos que no dejaban traslucir nada.

Por un instante, no la reconoció. Luego sí, y la seguridad se deslizó de su rostro tan rápido que fue casi obsceno.

Leave a Comment