El marido la llevó a una cabaña abandonada para morir, pero allí tuvo un encuentro inesperado

No le importaba. ¿Qué diferencia hacía dónde morir?

Pero luego sintió calor. Comodidad. ¡E incluso… hambre!

Abrió los ojos. Techos altos, paredes de troncos brillantes —nada que ver con aquella ruina. En la pared… ¿una televisión?

“Algún tipo de extraño más allá”, pensó.

—¿Despierta? ¡Genial! La cena está lista. ¡Hoy es especial —Dasha se ofreció a ayudar por primera vez! No sé qué le dijiste, pero estoy muy agradecido.

Larisa sonrió. Nunca contaría lo que exactamente había movido a la niña. Qué vergüenza —una mujer adulta diciendo esas cosas…

El hombre la ayudó a sentarse, puso almohadas detrás de ella. En la mesa —patatas con salsa, ensalada fresca, leche… Y pan. ¡Pero qué pan! Hogazas como nubes esponjosas, con grandes agujeros dentro.

—¿Esto… es pan? —se sorprendió Larisa.

—¡Come! —rió el hombre—. Lo horneo yo mismo. No puedo comer pan de tienda. Quizá algún día lo pruebes.

Larisa sonrió tristemente —ese “algún día” parecía muy lejano. Pero las patatas estaban tan ricas, que le pareció la mejor cena de su vida.

No terminó —el sueño la venció. Antes de dormir, susurró:

—¿Cómo te llamas?

—Aleksei.

Día tras día fue mejorando. Volvió el apetito, la fuerza, las ganas de vivir. Larisa se alegraba pero no entendía nada: sin medicinas, sin tratamientos, sin sueros…

Una vez, cuando Dasha salió a jugar, preguntó directamente:

—¿Eres tú quien me está curando?

Aleksei la miró con ojos azules y claros:

—¿Yo?

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