El marido la llevó a una cabaña abandonada para morir, pero allí tuvo un encuentro inesperado

—Larisa, solo un poco más… ¡Vamos, querida, tú puedes hacerlo!
Apenas podía mover las piernas. Cada paso le costaba un esfuerzo tremendo, como si tuviera pesas atadas a los pies.
—Quiero darme una ducha… —susurró Larisa, sintiendo que finalmente la abandonaban las fuerzas—. ¡Gleb, ya no puedo más! ¡De verdad, no puedo!
Su marido la miró con fingida preocupación, pero había una extraña frialdad en sus ojos. ¿Cómo no había notado antes ese brillo helado?
—¡Puedes, cariño, lo lograrás! ¡Mira, ahí está nuestra meta: la casita!