Usted no me causa problemas. Usted me da luz, aunque no pueda verla. Fue entonces cuando sucedió algo que nadie esperaba. Mientras la anciana acariciaba las mejillas del niño, él parpadeó varias veces. De pronto, con los ojos llenos de lágrimas, murmuró, “Señora Emilia, hay una luz.” La anciana lo miró sorprendida. “¿Qué dices, hijo? Una luz muy pequeña, como una chispa, pero la veo. Doña Emilia contuvo el aliento. Lo que los médicos habían negado durante años estaba ocurriendo frente a ella.
Una chispa de visión había nacido en la oscuridad del niño. Al caer la noche, Gabriel le confesó a su padre lo que había pasado. Papá, creo que vi algo. Fue como un destello. Alejandro lo miró con incredulidad. Un destello. No digas tonterías. Es verdad, papá. Lo vi cuando la señora Emilia estaba conmigo. El millonario se levantó furioso de la mesa. Basta. No vuelvas a mencionar a esa mujer. Solo los médicos pueden curarte. Pero en su interior, una duda lo empezó a atormentar.
Si lo que su hijo decía era cierto, ¿cómo era posible que una anciana humilde lograra lo que la ciencia no pudo? La semilla del milagro estaba plantada y aunque Alejandro intentara negarlo, aquella chispa de luz en los ojos de Gabriel ya no podía ser ignorada. El amanecer llegó cubriendo la mansión con una luz dorada que se filtraba entre los ventanales. Gabriel, sentado en su cama, tenía el corazón acelerado. Desde aquella tarde en que creyó ver un destello, no había dejado de pensar en ello.
Había sido real o solo un sueño. El recuerdo era tan vivo que cada vez que cerraba los ojos podía sentir la chispa de luz atravesando su oscuridad. Ese día, mientras bajaba por la escalera con su osito de peluche en brazos, ocurrió algo que dejó sin aliento a las mucamas. Gabriel extendió una mano hacia la barandilla y la sujetó antes de tropezar. Siempre había bajado las escaleras con pasos vacilantes, tanteando el aire como quien camina al borde del abismo.
Pero esta vez su movimiento fue seguro, como si hubiera visto la sombra de la madera reluciente frente a él. “¿Lo vieron?”, susurró una empleada. Fue como si hubiera sabido dónde estaba. El murmullo se expandió rápido entre el personal. En el jardín, mientras doña Emilia barría, Gabriel corrió hacia ella con una sonrisa. Señora Emilia, creo que vi la escalera. Vi algo, lo juro. La anciana dejó la escoba y se inclinó hacia él. Cuéntame, hijo, ¿qué sentiste? como una sombra no muy clara, pero estaba ahí y justo donde debía estar la varandilla.
Doña Emilia lo tomó de las manos emocionada. Eso significa que la luz quiere regresar. El niño apretó sus dedos. ¿Usted cree que algún día pueda ver como todos? La anciana lo miró con ternura infinita. No sé cuánto ni cómo, pero sí sé esto. Mientras tengas fe y paciencia, nada es imposible. Las sirvientas, observando a escondidas comenzaron a cuchichear. ¿Escuchaste lo que dijo el niño? Sí, que vio la escalera. Eso no puede ser. Los médicos dijeron que era incurable, pero aunque dudaban, en sus rostros se mezclaba el miedo con la curiosidad.
Cuando Alejandro regresó esa tarde, Gabriel corrió a recibirlo. Papá, hoy vi la escalera. El millonario lo miró con gesto severo. No digas disparates, hijo. Esos son ilusiones tuyas. No, papá, fue real. Pregúntale a las mucamas. Ellas lo vieron. Alejandro se giró hacia ellas y las mujeres, intimidadas bajaron la cabeza. “Quizás fue una casualidad, señor”, dijo una con voz temblorosa. El millonario chasqueó la lengua. Exacto. Casualidad, nada más. Gabriel bajó la mirada dolido. Esa noche, Alejandro convocó al mayordomo en su despacho.
Quiero que vigiles a esa anciana. Mi hijo dice que todo empezó desde que ella se le acercó. El mayordomo asintió. Y si realmente el niño mejora por su causa? Alejandro lo fulminó con la mirada. Imposible. Ninguna limpiadora puede lograr lo que los mejores médicos no. Pero en el fondo su voz ya no sonaba tan firme. Una grieta de duda comenzaba a abrirse en su orgullo. Los días siguientes trajeron más sorpresas. Gabriel comenzó a caminar con más seguridad por los pasillos, a distinguir la silueta de los árboles en el jardín, a notar cuando una luz fuerte entraba por la ventana.
Señora Emilia, siento que el sol está más cerca”, dijo un día mientras levantaba el rostro al cielo. “Eso significa que la oscuridad ya no es tan fuerte”, respondió la anciana. El niño reía, se movía con más confianza. La mansión entera comenzó a notar el cambio. Los rumores llegaron a los oídos de los socios de Alejandro. “Dicen que el niño está mejorando, ¿será cierto?” “Y que todo gracias a una limpiadora. ¡Qué vergüenza para Montenegro! El millonario furioso desmintió todo en público.
Mi hijo no mejora. Son cuentos de sirvientes. Pero en privado no podía ignorar lo que veía. El brillo en los ojos de Gabriel, sus pasos más firmes, sus risas más frecuentes. Una noche, Gabriel se acercó a su padre con voz temblorosa. Papá, no sé si me creerás, pero hoy vi una estrella, solo una, muy chiquita. Pero la vi. Alejandro sintió un escalofrío. Se quedó en silencio largo rato con el corazón golpeando en su pecho, pero luego, como siempre se refugió en su orgullo.
No te hagas ilusiones, hijo. Es mejor aceptar la realidad. Gabriel apretó los labios conteniendo las lágrimas. Desde la puerta, doña Emilia observaba la escena en silencio. Sabía que el millonario jamás aceptaría que un milagro pudiera venir de alguien humilde, pero en su interior estaba convencida de que lo imposible estaba a punto de suceder, porque la luz ya había comenzado a abrirse camino en los ojos del niño y nada ni nadie podría detenerla. La noticia corría por la mansión como fuego en la hierba seca.