El Grito de las Lomas

Rosa se acercó. Cuidó al padre, mientras sostenía al hijo.

“Aquí está,” susurró Rosa, su propia voz cargada de la emoción de la redención. “Su historia. No es el final. Es solo una pausa.”

Marcus se arrodilló, extendió su mano y tocó los patucos. Finalmente, se giró hacia Sebastián. Sus ojos estaban empapados, pero la mirada ya no era de vacío. Era de conexión.

“Sebastián,” dijo. “Ella solía soñar aquí. Vamos a soñar de nuevo, ¿sí?”

El niño, sin soltar a Rosa, se inclinó hacia su padre. Un pequeño gesto. El puente se estaba construyendo.

Esa noche, Rosa no regresó a Narvarte. Se quedó, sentada en la butaca de terciopelo de Elena. Marcus, en la silla junto a ella. Sebastián, finalmente, durmiendo en su propia cuna. La puerta del cuarto de soñar permanecía abierta.

El silencio de la mansión ya no era frío. Era un silencio nuevo. El sonido del dolor compartido, del poder de la verdad y de la redención ganada con la fe silenciosa de una mujer que había sabido que el único capital que realmente importaba era el que vivía en el corazón.

El sol se alzó sobre el valle. Entró por las ventanas. La luz inundó el cuarto, tocando los patucos azules, el libro abierto y el rostro agotado de Marcus, que por primera vez en dos años, no estaba solo. La fortaleza había caído. Había entrado la vida. Y la mucama, Rosa Delgado, la había abierto.

Leave a Comment