Pasaron semanas de conversaciones interminables. Ella me preguntaba por mi vida, por qué nunca me volví a casar, por qué seguí rodando con el club. Le conté de mis caídas, de mis cicatrices, de mis batallas con el alcohol.
Ella, a su vez, me habló de su infancia bajo la sombra de Ana y Ricardo López, del odio que le inculcaron hacia mí.
Cada historia era un ladrillo derribado en el muro que nos separaba.
Capítulo 12: El juicio de Ana
La verdad tenía que salir a la luz. Fernanda presentó una denuncia contra su propia madre por sustracción de menor. Fue un proceso doloroso, lleno de documentos antiguos y testigos olvidados.
Ana compareció ante el juez, envejecida pero aún altiva.
—Lo hice para protegerla de ti —dijo, mirándome con veneno.
Pero la prueba de ADN, los papeles de custodia y las mentiras acumuladas la dejaron sin defensa. Fue condenada.
Capítulo 13: Una nueva oportunidad
Yo pensaba que era demasiado tarde. Que treinta y un años no podían repararse. Pero Fernanda me sorprendió.
—No me importa el tiempo perdido —me dijo una tarde, mientras rodábamos juntos en mi moto—. Me importa que ahora estás aquí.
Y en ese momento entendí que la vida, aunque cruel, me había dado una segunda oportunidad.
Epílogo: El fantasma deja de ser fantasma
Hoy, cuando me llaman Fantasma, ya no suena a soledad. Ahora ruedo con mi hija detrás de mí, con sus brazos rodeando mi cintura, con el viento llevándose los años de distancia.
Ya no soy un fantasma. Soy un padre.
Y ella, la niña que creí perdida, es ahora la oficial que me arrestó para devolverme la vida.