Aeropuerto de la Ciudad de México, octubre. El aire fresco anunciaba el otoño. Mariana descendió con sus dos hijos gemelos. Mateo y Emiliano, altos y vivaces, miraban todo con curiosidad. Ella solo les dijo: “Vamos a visitar la tierra de mamá unos días.” Pero en realidad, lo había planeado todo desde hacía más de un año.
Tras investigar, supo que Julián efectivamente se había casado con la hija de don Ramiro, de nombre Valeria. Tenían un hijo de unos seis años que estudiaba en un colegio internacional en la capital. Desde fuera, parecía que Julián vivía la vida que siempre soñó: dinero, poder y prestigio. Pero por conocidos supo que ese matrimonio era un infierno.
Valeria era orgullosa y controladora. Julián era director de una filial de la empresa de su suegro, pero las decisiones importantes siempre pasaban por la familia de ella. Muchos de sus proyectos eran descartados y sus aventuras extramatrimoniales debían ser clandestinas. El hombre que la abandonó en nombre de la “libertad” ahora vivía en una jaula de oro.
Mariana inscribió a sus hijos en el mismo colegio que el hijo de Julián —pero en otra clase—, alquiló un departamento en Santa Fe y abrió una sucursal de su spa bajo el nombre: “Renacer Skincare”.
No lo buscó directamente. Prefirió esperar… sabía que tarde o temprano el traidor caería en su propia red.
Dos semanas después, en una convención de belleza en el Hotel St. Regis, Julián asistió como patrocinador. Cuando entró al salón, se quedó helado: la mujer que hablaba en el escenario sobre tecnología estética avanzada era Mariana.
Ya no era la esposa sumisa de antes. Ahora era una mujer segura, profesional y sorprendentemente atractiva. No cruzó la mirada con él ni una sola vez. Julián pasó el resto de la conferencia sin escuchar nada, solo preguntándose: “¿Qué hace aquí? ¿Qué fue de ella en estos siete años? ¿Y… los hijos?”
Al día siguiente la citó en un café de Paseo de la Reforma. Ella aceptó. Julián llegó nervioso, como un joven en su primera cita. Cuando Mariana entró, él se levantó torpemente:
—“No esperaba verte así, después de tanto.”
En su último encuentro, Julián preguntó con voz grave:
—“¿Esto es una venganza?”
—“No.” —respondió ella con calma—. “La venganza es para quien necesita desahogo. Yo no busco eso. Solo quiero que sientas la pérdida… como la sentí yo aquella noche bajo la lluvia, embarazada y sin nadie a mi lado.”
Él bajó la cabeza, incapaz de responder.
Mariana dejó sobre la mesa dos copias de actas de nacimiento: en el apartado de “padre” estaban en blanco.
—“Mis hijos no necesitan un padre. Necesitan un ejemplo.” —dijo antes de marcharse, sin mirar atrás.
Una mañana tranquila en Chapultepec, Mateo y Emiliano andaban en bicicleta, riendo a carcajadas. Mariana los observaba desde una banca del parque, con la mirada luminosa.
Había atravesado la oscuridad y hallado su propia luz —no gracias a un hombre, sino gracias a la fuerza de su fe y del amor de madre.