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La llegada de mis gemelos debería haber sido uno de los momentos más maravillosos de mi vida, pero todo se convirtió en una pesadilla de la que jamás me recuperaré. Después de años soportando las maquinaciones de mi suegra, esperaba que el nacimiento de mis hijos finalmente impulsara a mi esposo, Igor, a priorizar a nuestra familia. Estaba completamente equivocada.
Todo cambió el día que salí de la maternidad con mis pequeñas, Anya y Sonya. Había imaginado este momento cientos de veces: Igor esperándonos, con un ramo de flores en la mano, el rostro radiante, sosteniendo a nuestras bebés en brazos. Pero en cambio, sonó su teléfono y todas mis esperanzas se desvanecieron.
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“Hola, cariño”, dijo con ansiedad. “Siento no poder recogerte como estaba previsto”.
Fruncí el ceño mientras ajustaba la manta de Sonya.
“¿Qué quieres decir? ¡Igor, acabo de dar a luz a gemelos! ¿Qué podría ser más importante?”
“Es mamá”, respondió rápidamente. “Tiene dolores en el pecho. Tengo que llevarla al hospital. Me necesita”.
Sus palabras me desgarraron el corazón.
“¿Bromeas?”, grité, intentando controlar el temblor de mi voz. “¿Por qué no me lo dijiste antes? ¡Igor, te acabo de dar hijos! ¡Yo también te necesito!”.
“Lo sé”, suspiró profundamente. “Pasó de repente. Iré en cuanto pueda”.
Con lágrimas en los ojos, quise gritar, pero respiré hondo.
“Está bien. Tomaré un taxi”.