El Día de las Madres, mi hijo millonario me visitó y preguntó: “¿Estás disfrutando de los $7,000?”

Me quedé de piedra, con el cucharón en el aire, el mole goteando en cámara lenta de vuelta a la cacerola

El cucharón cayó en la olla con un chapoteo sordo. El aroma dulce y picante del mole se mezcló con un sabor metálico que subió desde mi garganta. Siete mil. No había contado billetes, no había firmado papeles. Yo no había recibido nada.

—¿Siete mil? —pregunté, con la voz más baja de lo que hubiera querido.

Ricardo y Samantha se miraron. Esa mirada rápida que comparten las parejas cuando saben algo que tú no sabes, como si hablaran un idioma secreto.

—Sí, mamá —dijo él, frunciendo apenas el ceño—. Los siete mil dólares que te mandé hace tres meses.

Mi estómago se encogió. Tres meses. Yo llevaba tres meses vendiendo tamales los domingos para poder pagar el gas. Tres meses estirando cada peso, cosiendo mi ropa vieja para no gastar.

—Hijo… —empecé, pero Samantha me interrumpió.

—¿No te llegaron? —dijo ella, con un tono demasiado inocente para ser sincero.

Negué con la cabeza. Mi hijo se pasó la mano por el cabello, frustrado.

—¡No puede ser! ¡Hablé directamente con el banco! ¡Me dijeron que lo depositaron en tu cuenta!

El corazón me dio un vuelco. La única cuenta que yo tenía era la que me ayudó a abrir… él. Tomás. El vecino amable que me llevaba al mercado cuando me dolían las rodillas, que me decía “Doña María, yo le ayudo con eso”, que me enseñó a usar el cajero. Él tenía mi confianza… y mi tarjeta.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

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