Condujo a su hotel sin decir palabra. No lloró, no esa noche. Pero a la mañana siguiente, tras horas reviviendo la humillación que había sufrido en la boda del hijo por el que una vez había trabajado doble turno, abrió su portátil y le escribió un correo electrónico. No estaba enfadado. No era emotivo. Era tranquilo, deliberado y brutalmente honesto.
Para cuando Michael se despertó, su teléfono vibraba con notificaciones. Sus amigos publicaban fotos del brunch. Sus familiares compartían instantáneas de la feliz pareja. Pero en cuanto vio el asunto —”De parte de mamá”—, le temblaron las manos. Lo abrió y, al leer, su sonrisa se desvaneció, su rostro palideció.
Y ahí empezó la verdadera historia.
Michael Carver había crecido pensando que su madre, Linda, era inquebrantable. Trabajaba seis días a la semana en una oficina de facturación médica en Sacramento, a menudo haciendo turnos extra los fines de semana dondequiera que pudiera encontrarlos. No era del tipo excesivamente cariñoso, pero era constante, confiable en todos los sentidos que mantenían su hogar estable y su refrigerador lleno. Para un niño, eso siempre le había parecido suficiente.
Pero la edad adulta había cambiado la perspectiva de Michael. Se fue a la universidad con becas que Linda prácticamente se había sacrificado para conseguir: innumerables solicitudes, citas, trabajos a tiempo parcial y clases particulares de fin de semana que ella misma pagaba, incluso cuando eso significaba que a veces se saltaba las comidas.
Pero cuando se graduó y se mudó a San Francisco, rara vez miró atrás. Linda lo visitaba cuando la invitaban, lo cual no era frecuente, y siempre se alojaba en un motel para no estorbar. Se decía a sí misma que era normal. Los niños crecían. Construían sus propias vidas. Se lo repitió tantas veces que casi se lo creyó.