Esa noche, en el porche, me dijo en voz baja:
«Sabes… a veces pienso que Dios nunca quiso que tuviéramos un hijo biológico. Quería que tuviéramos a Daniel. Solo estaba esperando a que nos reencontráramos».
La miré, y todo quedó claro.
«Creo que el destino simplemente esperaba el momento adecuado», respondí.
Ella sonrió. Nos abrazamos. Y el tiempo se detuvo.
Cinco años después de aquella noche lluviosa, la fotografía en la pared había cambiado. Ahora mostraba tres rostros: el suyo, el mío y el de Daniel. Los tres sonreían, sin ausencias, sin culpa, sin secretos.
Cada vez que miro esa fotografía, recuerdo una lección que aprendí demasiado tarde: el amor verdadero no necesita ser perfecto para perdurar. Solo necesita ser lo suficientemente sincero para renacer.
Porque a veces, el mayor error no es perder a quien amas, sino creer que el amor se ha acabado, cuando simplemente está esperando una nueva razón para existir.