Una leve sonrisa iluminó su rostro bañado en lágrimas.
—Él también había sido abandonado. Sus padres murieron en un accidente. Lo tomé en mis brazos y, en ese instante, algo se reavivó en mi interior.
Bajó la mirada.
—Ya se llamaba Daniel. No se lo cambié. E irónicamente… era el nombre que querías ponerle a nuestro hijo, ¿recuerdas?
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Reviví nuestras noches soñando con nombres, con hijos que nunca llegaron. Daniel. Ese sueño suspendido entre nosotros.
Me quedé mirando la foto, sin poder hablar. El niño sonreía, inocente, ajeno al peso de esta historia.
—Se parece a mí —murmuré sin darme cuenta.
Respiró hondo.
—Lo sé. Por eso tardé tanto en decírtelo. Cada vez que veía su sonrisa, veía un pedacito de ti también.
La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas, como si el cielo mismo llorara.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté con voz temblorosa.
—Porque pensé que no tenía derecho a volver a lastimarte —respondió—. Sabía que querías ser padre, pero no conmigo. Cuando logré adoptarlo, pensé que ya lo habías superado.
Se pasó una mano cansada por el cabello.