Ese era el pensamiento que pasaba por la mente de Sophia Hartman mientras estaba sentada en silencio en su oficina con paredes de cristal en el piso 42 de Hartman Global, uno de los conglomerados privados más grandes de los Estados Unidos. La ironía era cruel: su esposo, Michael Hartman, el carismático CEO, estaba a punto de dejarla mientras ella llevaba a su hijo. Y él pensaba que ella no tenía poder para detenerlo.
Michael siempre había sido la imagen del éxito: educado en Harvard, encantador y despiadadamente ambicioso. Durante años, había cultivado la ilusión de un matrimonio perfecto con Sophia, su elegante y discreta esposa. Para el público, ella era simplemente “la esposa del CEO”, una mujer con vestidos de diseñador que se paraba al lado de su esposo en galas benéficas, sonriendo para los fotógrafos.
Pero Sophia era mucho más que eso. Sin que la mayoría de los empleados lo supieran, e incluso sin que Michael mismo lo supiera, Sophia era la accionista mayoritaria y la verdadera presidenta de Hartman Global, la compañía que su difunto padre construyó desde cero. El testamento de su padre había puesto la compañía directamente a su nombre, y aunque ella le permitió a Michael actuar como la cara del liderazgo, el poder legal siempre permaneció con ella. Ella eligió no alardear de ello, prefiriendo centrarse en la estrategia y la gobernanza detrás de escena.
Sin embargo, Michael confundió su moderación con debilidad.
Las grietas en su matrimonio comenzaron cuando Michael contrató a Emily Carter, una impresionante pasante de 24 años con ojos azul brillante y una energía que llamaba la atención dondequiera que caminaba. Al principio, Sophia descartó a Emily como otra distracción fugaz para el ego errante de su esposo. Pero pronto, los susurros circularon por la oficina: Michael llevaba a Emily a cenas exclusivas, la llevaba en avión a conferencias que no tenían una necesidad real de una pasante e incluso le compraba regalos caros.
Cuando Sophia lo confrontó en privado, Michael no lo negó. En cambio, le asestó el golpe con una crueldad tranquila que caló más hondo que cualquier griterío.
“Voy a solicitar el divorcio”, dijo, apoyándose en el mostrador de mármol de la cocina de su ático. “Estoy enamorado de Emily. Ella es todo lo que tú no eres: joven, emocionante, viva. Te has vuelto… ordinaria”.
Sophia sintió el aguijón de sus palabras, pero su rostro permaneció sereno. Estaba embarazada de tres meses, un hecho que aún no había compartido con él. Revelarlo ahora solo alimentaría su arrogancia. En cambio, asintió en silencio, como si aceptara su destino.