Recordé el día que murió Roberto, mi esposo. Marcus tenía apenas 12 años y yo 32. El médico me dijo que había sido un infarto fulminante, que no había nada que pudieran haber hecho, pero en ese momento, parada en ese pasillo frío del hospital, lo único que pensaba era, “¿Cómo voy a criar a Marcus sola? Roberto había sido el cerebro financiero de nuestra pequeña empresa de bienes raíces. Yo apenas sabía balancear una chequera.
Pero esa noche, después del funeral, cuando Marcus se durmió llorando en mis brazos, tomé una decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre. No iba a permitir que mi hijo sintiera nunca la inseguridad económica. Los primeros años fueron brutales. Trabajaba desde las 5 de la mañana hasta las 11 de la noche. Aprendí sobre inversiones, sobre el mercado inmobiliario, sobre negocios.
Cometí errores que me costaron miles de dólares, pero cada error me enseñó algo nuevo. Marcus nunca se enteró de las noches que me quedé despierta, calculando si tendríamos suficiente dinero para sus libros escolares o sus uniformes deportivos. Cuando cumplió 18 años, nuestra empresa ya era una de las más importantes del Estado. Cuando se graduó de la universidad éramos millonarios.
Pero Marcus nunca preguntó cómo había pasado eso. Para él, el dinero simplemente había aparecido como si fuera algo natural, algo que él merecía por derecho de nacimiento. “Mamá, necesito dinero para el enganche del departamento”, me decía a los 25 años. Mamá, Alondra y yo queremos hacer un viaje a Europa”, me informaba a los 30.
Nunca era una petición, siempre era una declaración, como si mi dinero fuera automáticamente suyo. Y yo se lo daba cada vez, cada, porque pensaba que esa era mi responsabilidad como madre. Había trabajado tanto para darle una vida cómoda que olvidé enseñarle el valor del trabajo, del esfuerzo, del sacrificio. La llegada de Alondra solo empeoró las cosas.
Desde el primer día se comportó como si fuera la dueña de la casa, como si yo fuera una invitada incómoda en mi propia familia. Evangelina, ¿no crees que Marcus y yo necesitamos más privacidad? Me preguntó un día durante la cena. Tal vez sería bueno que consideraras mudarte a algo más pequeño, más apropiado para una mujer de tu edad. Marcus no dijo nada.
Se quedó ahí sentado cortando su carne como si no hubiera escuchado a su prometida sugerir que yo debería irme de la casa que había comprado y pagado con mi propio trabajo. Pero lo que más me dolía no eran sus comentarios directos, sino la manera sutil en que me excluía de sus vidas. las cenas familiares donde hablaban solo entre ellos, como si yo no estuviera presente.
Las conversaciones que se detenían abruptamente cuando yo entraba a la habitación, las miradas cómplices que intercambiaban cuando yo hablaba, como si fuera una anciana confundida que no entendía cómo funcionaba el mundo moderno. Hace 6 meses, durante la cena de Navidad, Alondra me dijo, “Evangelina, Marcus y yo hemos estado hablando sobre el futuro.
Creemos que sería mejor para todos si tú tuvieras un rol menos activo en las decisiones familiares.” Marcus asintió sin levantar la vista de su plato. Esa noche me quedé despierta hasta las 4 de la mañana llorando en silencio para que no me escucharan. No era solo el rechazo lo que me destrozaba, era la ingratitud.
Era la sensación de haber criado a un extraño, a alguien que no tenía ni la más mínima idea de los sacrificios que había hecho por él. Pero a pesar de todo, seguía siendo mi hijo. Y hace un mes, cuando Marcus me dijo que quería casarse con Alondra, decidí hacer el gesto más grande de mi vida. Contacté a mi abogado y preparé la transferencia de 120 millones.
Era prácticamente toda mi fortuna líquida, mi regalo de bodas para ellos. ¿Estás segura de esto, señora Evangelina? Me había preguntado mi abogado. Es una cantidad muy considerable. Yo le respondí que sí, que estaba completamente segura. Pensaba que quizás ese gesto final de generosidad haría que Marcus recordara quién había sido su madre realmente, que Alondra finalmente entendería que yo no era su enemiga. El timbre de la puerta me sacó de mis recuerdos.
Era mi estilista con una caja grande bajo el brazo. Evangelina querida, ¿qué pasó? Me preguntó con genuina preocupación cuando vio mi cabeza calva. Un pequeño accidente. Mentí. Necesito que me ayudes a verme presentable para la boda de mi hijo. Mientras ella trabajaba en colocarme la peluca perfectamente, me miré en el espejo y tomé una decisión.
Iba a ir a esa boda, iba a sonreír, iba a felicitar a los novios, iba a dar mi discurso en el brindis. Pero algo había cambiado dentro de mí esa mañana, algo que no había calculado cuando decidió humillarme. Llegué a la iglesia una hora antes de la ceremonia. Mi peluca estaba perfectamente peinada, mi vestido azul marino impecable y por fuera parecía la madre orgullosa que todos esperaban ver.
Pero por dentro sentía como si llevara un peso enorme en el pecho que me hacía difícil respirar. La iglesia estaba siendo decorada con flores blancas y doradas. Todo era elegante, caro, perfecto, exactamente lo que Alondra había soñado. Me senté en una de las bancas del fondo, observando a los trabajadores colocar los últimos detalles cuando escuché voces familiares viniendo del vestíbulo lateral. Era Marcus hablando con alguien por teléfono.
Su voz sonaba tensa, preocupada. No, no puedes venir ahora decía. La ceremonia es en una hora. Hablaremos después de la luna de miel. Te lo prometo. Algo en su tono me hizo levantar y caminar silenciosamente hacia donde venía su voz. Estaba escondido detrás de una columna dándome la espalda. “Sí, ya sé que es difícil mantenerlo en secreto”, continuó.
“Pero una vez que tengamos el dinero de mamá, todo será diferente. Podremos estar juntos sin tener que escondernos. Sentí como si alguien me hubiera golpeado en el estómago, de qué dinero estaba hablando y con quién quería estar sin esconderse. Escucha, Valeria, siguió diciendo Marcus, y mi mundo se tambaleó completamente. Después de hoy todo cambiará.
Mamá va a transferir 120 millones. Con esa cantidad podemos irnos a donde queramos, hacer lo que queramos. Solo necesito que tengas paciencia unas semanas más. Valeria, conocía ese nombre. Era su secretaria, una mujer de apenas 25 años que trabajaba en su oficina, una mujer con la que aparentemente mi hijo tenía una relación secreta mientras se preparaba para casarse con Alondra.
Me acerqué más, mi corazón latiendo tan fuerte que temía que pudiera oírme. Alondra no sospecha nada, continuó Marcus. Está tan obsesionada con esta boda perfecta. que no se da cuenta de nada más. Y mamá, bueno, mamá está tan desesperada por complacerme que haría cualquier cosa por verme feliz. Esas palabras me atravesaron como cuchillos.
desesperada por complacerlo. Era así como me veía mi propio hijo. No, no me siento mal por esto, dijo Marcus respondiendo obviamente a algo que Valeria le había preguntado. Alondra sabía exactamente lo que hacía cuando se metió conmigo. Ella solo quiere el dinero también. Es un matrimonio de conveniencia para ambos. Y mamá, ella ha tenido una buena vida.
Ya es hora de que disfrute de su jubilación sin preocuparse por los negocios. jubilación, como si yo fuera una empleada que había cumplido su tiempo de servicio y ahora podía ser descartada con una pequeña pensión. La conversación continuó y cada palabra era peor que la anterior. Marcus había planeado todo esto.