La habitación estaba en silencio. Había nacido un bebé, pero no se oía ningún llanto.
Olivia Parker había gestado a su segundo hijo con alegría. A sus nueve meses de embarazo, solía sentarse en la sala con su hijo de siete años, Ethan, quien hablaba sin parar sobre cómo le enseñaría a su hermanito todos los rincones secretos del patio trasero.
Su casa estaba llena de ilusión. Su esposo, Michael, trabajaba muchas horas como asesor financiero, pero siempre le aseguraba a Ethan: «Ya falta poco, campeón. Tu hermano llegará pronto».
Entonces, al final de la tarde de un día lluvioso, Olivia se desplomó en la cocina. Ethan la encontró en el suelo, pálida y jadeante. Sus pequeñas manos temblaban mientras marcaba el 911, balbuceando entre lágrimas al operador. En cuestión de minutos, los paramédicos la subieron a una ambulancia, y Ethan se aferró a su mano hasta que las puertas del hospital se la tragaron.

En urgencias, la Dra. Caroline Miller le explicó a Michael: «Su esposa ha sufrido un desprendimiento de placenta. Necesitamos actuar con rapidez. Su vida corre peligro, y también la del bebé». Michael sintió que el mundo le daba vueltas.
Momentos después, sonaron las alarmas en el quirófano. La presión arterial de Olivia se desplomó y su ritmo cardíaco se volvió inestable. La posición del bebé complicó el parto. Michael fue llevado aparte y obligado a tomar la decisión más difícil de su vida.
—Salva a mi esposa —susurró con voz ronca, con lágrimas corriendo por su rostro—. Por favor, salva a Olivia.
Horas después, estabilizaron a Olivia, pero cuando nació su hijo, la habitación permaneció en silencio. Ningún llanto. Ningún movimiento. Las enfermeras envolvieron al pequeño en una manta y el médico asintió en silencio: había nacido muerto.
 
					