Echó a su esposa y a sus cinco hijos de casa… ¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!-CHI

Damián volvió esa tarde con noticias alentadoras. El abogado, un joven llamado Rubén Márquez, aceptó revisar el caso sin cobrar honorarios, al menos por ahora. Dijo que el documento presentado tenía inconsistencias y que necesitaba investigar más.
—Lo que importa ahora —explicó Rubén cuando llegó esa misma tarde para hablar con Magdalena— es que no estás sola. Vamos a defenderte.

Magdalena sintió alivio. Por primera vez en días sintió que tenía un escudo—pequeño, sí, pero más sólido que cualquier promesa de Ernesto. Sin embargo, Rubén fue claro: aquello podía escalar, y no sería raro que Ernesto intentara usar más documentos contra ella. Había que estar preparados. Magdalena asintió, con un pellizco en el estómago.

Sabía que Ernesto era capaz de muchas cosas, pero no imaginaba hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Esa noche, cuando todos dormían, Magdalena abrió una bolsa de ropa que habían logrado rescatar de la casa. Entre las prendas encontró algo que no recordaba haber guardado: una cajita de madera con una inscripción en la tapa.

Al abrirla, descubrió papeles viejos y una nota manuscrita de Ernesto. Lo que leyó le hizo temblar las piernas. No solo la estaba acusando injustamente: había usado su nombre para ocultar algo mucho más grave, algo que, si salía a la luz, no solo lo destruiría a él, sino que también podría arrastrarla.

La caja era vieja, con bisagras oxidadas y una capa de polvo que hablaba de años sin tocarse. Magdalena la encontró entre unas cobijas en el fondo de la mochila que había alcanzado a rescatar antes de salir de la mansión. No esperaba nada importante—quizá bisutería sin valor o papeles sin sentido—, pero lo que halló fue peor.

Había varios documentos a su nombre: contratos de inversión, papeles fiscales y, al fondo, una hoja con la firma de Ernesto. No era una carta de despedida ni una explicación: era una confesión disfrazada de instrucciones, una nota breve que indicaba cómo mover ciertas sumas a cuentas en el extranjero usando su nombre, su firma, su credibilidad de esposa.

A Magdalena le recorrió un escalofrío. Cerró la caja de golpe. Sabía que no podía decir nada a los niños, ni tampoco a Damián, al menos no todavía. Esa información era peligrosa. No solo podría hundirla, también pondría en riesgo a quienes la rodeaban.

Guardó la caja bajo el colchón improvisado y se quedó en silencio, abrazando a Tomás, que dormía a su lado. El niño, ajeno a todo, buscó el pecho de su madre y se acurrucó como si su inocencia pudiera protegerlo del mundo. A la mañana siguiente, Magdalena se levantó antes del amanecer, se lavó la cara en una palangana con agua fría y miró su reflejo en el vidrio sucio de la ventana. Ya no se reconocía.

La mujer arreglada, maquillada, elegante, había desaparecido. Lo que quedaba era una madre con ropa arrugada, el alma gastada, pero la mirada firme. Decidió salir a buscar trabajo. No podía depender de nadie, ni siquiera de Damián. Aunque él le diera techo, aunque sus hijos ya lo vieran como parte de la familia, sentía que debía sostenerse por sí misma. Por dignidad, por necesidad.

Dejó a Camila al cuidado de sus hermanos y recorrió las calles de Tlaquepaque. Tocó puertas, preguntó en restaurantes, panaderías, puestos de tamales. Recibió varios “no”, algunas miradas recelosas y alguna que otra mueca, pero no se detuvo. Por fin, en un pequeño restaurante cerca del mercado de artesanías, una mujer llamada Doña Remedios la escuchó con paciencia.
—¿Sabes lavar trastes?
—Puedo hacerlo en silencio y sin romper nada —respondió Magdalena.
—Entonces vuelve mañana a las seis. No pago mucho, pero es algo.
Magdalena asintió agradecida. No preguntó cuánto; lo importante era empezar.

Esa tarde, al volver a casa, encontró a Damián enseñándole a Luisito a usar una cerradura vieja. Ana Lucía y Mateo jugaban en el piso con aserrín, dibujando formas. Tomás dormía sobre un costal de virutas, con la boca abierta y un trocito de madera en la mano. Camila estaba sentada en el patio leyendo un libro de la escuela, pero al ver a su madre entrar, cerró el libro y fue enseguida.
—¿Conseguiste algo?
—Sí, cariño. Empiezo mañana.
Camila sonrió. No fue una gran sonrisa, pero sí genuina. Era la primera buena noticia en días.
—¿Y ustedes? ¿Cómo estuvieron?
—Bien. Damián nos cuidó, les hizo juguetes con pedazos de madera.

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