En casa, esa noche Magdalena no durmió. Daba vueltas por la sala. Camila bajó y la encontró en el sofá, mirando la oscuridad.
—¿Tienes miedo?
—No. Estoy cansada de tenerlo.
Camila se sentó a su lado.
—¿Y si él dice que es mentira?
—Entonces hablaremos más fuerte. El silencio nunca protegió a nadie.
Al día siguiente, Rubén llamó temprano. Sonaba distinto, casi agitado.
—¿Qué pasa? —preguntó Magdalena.
—Alguien se presentó voluntariamente esta mañana en la fiscalía.
—¿Quién?
—Ernesto. Él mismo.
Magdalena apretó el teléfono.
—¿Y qué dijo?
—Pidió declarar, pero solo frente a mí, a ti… y a los niños. Dice que tiene algo que decirles.
Magdalena colgó. Miró a Damián, que salía del cuarto. Por primera vez lo dijo en voz alta:
—Ernesto va a hablar. Pero lo que no sabe es que esta vez no nos vamos a callar.
La sala de conferencias del Ministerio tenía un silencio distinto al del juzgado: más tenso, más contenido, como si las paredes supieran que lo que iba a decirse no era solo expediente, sino el desenlace de una vida rota. Ernesto llegó con camisa arrugada, barba crecida y ojos huecos. Ya no era el empresario altivo: era un hombre cansado, vencido, que dejó el orgullo para aferrarse a una palabra que nunca había significado: perdón.
Frente a él, en una mesa rectangular, estaban Rubén, el fiscal, Magdalena, Damián y, por decisión de Ernesto, los cinco niños. No todos entendían por qué estaban ahí. Tomás jugaba en silencio con un carrito, sin comprender. Camila, en cambio, lo miraba con una mezcla de enojo y curiosidad: no lo odiaba, pero tampoco lo perdonaba.
—Gracias por venir —empezó Ernesto, con voz más baja—. Sé que nadie quiere escucharme, y quizá no deba hablar, pero si me callo ahora, me muero con esto adentro.
Luisito lo miraba fijo. Ana Lucía apretó la mano de Camila. Ernesto respiró hondo y bajó la cabeza. Cuando la levantó, ya tenía lágrimas.
—Los traicioné a todos. No solo como padre, como esposo, como hombre. Los vendí. Usé sus nombres, su confianza, su silencio para proteger mis negocios, para protegerme a mí. Y mientras ustedes pasaban hambre, yo firmaba con gente que ni sabía mi segundo nombre.