—“Despreciaste a mi hija porque esperabas una niña. La echaste a la calle para ahorrarte unos pesos. Pero para esta mujer gastaste cien mil. ¿Y para qué? Para criar al hijo de otro. ¿Ves cómo paga la vida, Héctor? Dios no duerme.”
Guardó los papeles en su bolso y caminó hacia la puerta.
Antes de salir, se volvió a mirarlo una última vez.
—“Lucía está bien. Dio a luz una niña hermosa, sana, con los ojos más lindos que he visto. Y no te preocupes… ya tiene un padre. Pero ese hombre ya no eres tú. Desde hoy, ni mi hija ni mi nieta necesitan a un cobarde como tú.”
Cerró la puerta con un golpe seco.
Héctor se desplomó en la silla, con la cabeza entre las manos. Afuera, el llanto de un bebé resonaba en el pasillo —el mismo llanto que horas antes le había parecido un milagro.
Ahora era una burla.
Semanas después, la clínica lo llamó: debía pagar una deuda de más de ciento veinte mil pesos.
Camila había desaparecido, dejando todo a su nombre.
El departamento que había comprado para ella estaba embargado.
Su cuenta vacía. Su orgullo, hecho pedazos.
Mientras tanto, en el rancho, Lucía se recuperaba poco a poco.
El sol de la tarde bañaba los campos, y Doña Rosario la observaba con ternura mientras la joven mecía a su bebé.
—“¿Ves, hija? La vida siempre pone a cada quien en su lugar. Tú tienes amor… él solo tiene su culpa.”
Lucía besó la frente de su hija y sonrió entre lágrimas.
El viento soplaba suave entre los árboles, y por primera vez en mucho tiempo, Lucía respiró en paz.