Durante la boda de mi hermana, mi hijo de siete años me agarró la mano y susurró: “Mamá… tenemos que irnos. Ahora.” Sonreí y le pregunté: “¿Por qué?” Él sacó su móvil en silencio. “Mira esto…” En ese instante, me quedé paralizada

Subimos en el ascensor. El sonido del motor parecía más fuerte que de costumbre. Mateo miraba fijamente los números que ascendían. Cuando se abrió la puerta en nuestro piso, el pasillo lucía exactamente como en el video: la luz parpadeante, el suelo brillante, el silencio absoluto.

Mi garganta se secó.

Avanzamos despacio. Yo miraba cada puerta, cada sombra, esperando cualquier movimiento. Cuando llegamos frente a nuestra habitación, vi algo que me detuvo en seco.

La alfombrilla estaba ligeramente corrida.

No recuerdo haberla dejado así.

Tragué saliva y saqué la tarjeta para abrir la puerta. Antes de deslizarla, llegó otra notificación al móvil de Mateo. Lo miró, y su rostro perdió todo el color.

—Mamá… —susurró, y me mostró la pantalla.

Era una foto tomada desde dentro de nuestra habitación.

Desde nuestra ventana.

Apuntando directamente hacia la boda a la que acabábamos de salir.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Alguien había estado observándonos desde hacía horas.

Abrí la puerta de golpe. La habitación estaba en silencio. La ventana entreabierta. La cortina moviéndose suavemente con la brisa nocturna. Y sobre la cama… un pequeño objeto que no era nuestro. Me acerqué lentamente.

Era el móvil de un adulto. Sin funda. Sin bloqueo.

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