Durante el control de seguridad, el agente notó algo sospechoso en el bolso de la anciana. Al abrirlo, el contenido sorprendió a todos.

Suspiró profundamente. “Solo quería que mis nietos pudieran comer una buena sopa. Todo es demasiado caro allí. Yo misma crié estas gallinas; están limpias, del huerto…”

El joven se quedó sin palabras. Miró a su colega, quien simplemente se encogió de hombros. Tras una breve conversación, su superior decidió que las aves debían ser llevadas al servicio veterinario del aeropuerto para que se redactara un informe.

Mientras el personal retiraba con cuidado las gallinas, las lágrimas corrían por las mejillas de la abuela.

“Lo siento”, susurró. “No quise causar problemas…”

El oficial suavizó la voz. “Lo sabemos, señora. Pero las reglas son las mismas para todos”.

Las aves fueron puestas en cuarentena, y luego una granja vecina aceptó acogerlas. La abuela pudo embarcar, pero su “regalo” se quedó atrás.

Justo antes de partir, se volvió hacia el oficial y le dijo en voz baja: “Dígales que no olviden… que estas gallinas son mías”. El joven sonrió con su primera sonrisa del día y asintió. “Se lo prometo, señora. Los trataremos bien”.

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